Veremos hoy un caso parecido al del Arrianismo. Decíamos hace unas semanas, al tratar aquélla herejía de finales de la Antigüedad y principios de la Edad Media, que la doctrina propagada por el presbítero Arrio era una respuesta "racionalista", adecuada a las élites filosóficas existentes en el Bajo Imperio Romano, que intentaba rebajar la trascendencia de la religión cristiana, haciendo de Cristo simplemente un hombre, el mejor de ellos, eso sí, pero nunca el mismo Dios encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Era ni más ni menos que una manera de hacer el Cristianismo más accesible a la mente racional del hombre, de hacernos una religión a nuestra medida, pero que como vimos, iba en contra de las mismas palabras que el Salvador nos dejó en los Evangelios, cuando él se situaba a sí mismo como el Hijo único de Dios, en un sentido absolutamente trascendente.
Pues algo parecido ocurre con el Adopcionismo, que aunque guarda elementos comunes con el Docetismo existente en los primeros siglos del Cristianismo (como en lo concerniente a que a Jesús hombre le llegó la divinidad a través de su bautismo en el Jordán -afirmado por una rama del Docetismo-; recordemos que el Docetismo negaba la auténtica humanidad del Hijo de Dios), se dio con una fuerza tremenda en el siglo VIII español, en territorio recién conquistado por los musulmanes. El Adopcionismo, por su parte, abogaba por una visión de Cristo consistente en un hombre que, posiblemente en el bautismo del Jordán, había sido adoptado por el Creador; pero no pasaba de eso: un ser adoptado por la Divinidad, pero no un auténtico Dios. Como vemos, las similitudes con el Arrianismo eran muy amplias, y tal vez ello explique el porqué de su éxito en la España del siglo VIII, cuando aún estaba entre las élites visigodas el recuerdo de su vieja fe herética. Pero hay otro motivo por el cual esa doctrina adopcionista irrumpió -aunque de forma ciertamente original respecto a los brotes de siglos anteriores en otras zonas cristianas- en aquella España del siglo VIII. Si nos fijamos bien, se dio en las zonas que habían sido ocupadas por los islámicos, y no en el norte de la Península, que había conseguido permanecer fiel la fe católica original. ¿Qué tiene esto que ver? Pues muy simple; a los musulmanes les resultaba mucho más tolerable aceptar un "Cristianismo" que veía en Cristo tan sólo un hombre (adoptado especialmente por Dios, eso sí), que al verdadero Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad. Por ello, ante los lógicos problemas que ser cristiano acarreaba a la población autóctona de la Península, debido a la presión social que el Islam ejercía, muchos se adhirieron a esta herejía para caer, digamos, más "simpáticos" a los conquistadores mahometanos. Uno de sus principales exponentes fue el Obispo de Toledo Elipando (s. VIII).
A todo esto hemos sobrevivido; ciertamente, el Espíritu guía a la Iglesia Católica, ¿no os parece?