La Guerra de los Treinta Años (1618-1648) dejó tras de sí un reguero de muerte y destrucción tan tremendo (no por otra cosa algunos autores la consideran un antecedente de las guerras mundiales), que la sociedad europea quedó conmocionada profundamente. Esto fue aprovechado por ciertas élites intelectuales y políticas, defensoras de un aumento del poder del estado que continuara con el proceso que se había originado con el Renacimiento, y que había significado el nacimiento del estado moderno. Apostaban por relegar a la religión a un segundo plano. ¿Para qué quería el hombre algo que no causaba más que muestre y desgracia, como se había observado tras la Guerra de los Treinta Años? Lo primero que habría que aclarar es el supuesto carácter religioso de la Guerra de los Treina Años, ya que curiosamente la Francia católica de aquél entonces se alió con los estados protestantes para hacer frente común contra España; encontramos evidentemente elementos de lucha religiosa, pero no es tan sencillo como eso. Un fragmento de la carta escrita por Francisco de Quevedo al Rey francés Luis XIII con motivo del apoyo galo al bando protestante nos muestra la complejidad del asunto: ocasionaréis que digan que los herejes que en Francia desarmasteis para vuestra quietud y gloria los armáis en Flandes para opresión de los católicos y agravios de Jesucristo; que os armasteis inquisidor contra herejes, para armar herejes contra inquisidores... Como bien se desprende de estas palabras salidas de la pluma de uno de los grandes genios del siglo de oro español, el carácter religioso de la contienda es manifiesto, pero también lo es que había otros intereses aún más oscuros si cabe, que llevaron a una nación católica como Francia a aliarse con los protestantes.
Dejemos ahora este punto de controversia. El caso es que muchos interpretaron esta "batalla de iglesias" como un ejemplo de la necesidad que existía de imponer la voluntad del estado sobre las creencias religiosas de los hombres. Comenta José Javier Esparza en su Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental que las soluciones que estos pensadores barajaban eran dos: de un lado, que el estado devorara a la religión, y la conviertiera en títere suyo; del otro, separar el elemento religioso del estado, dejándolo a la libre elección del individuo. Yo me atrevería a decir que el primer camino fue el seguido por la Inglaterra que se separó de la obediencia a Roma, conviritiéndose el monarca en la cabeza de la nueva iglesia nacional; y el segundo el escogido por muchas de las naciones protestantes, que aunque en un primer momento no pudieran sospecharlo, abrieron el camino a la relegación del fenómeno religioso al ámbito de lo privado, expulsándolo del mundo público, que se consolidaría siglos después.
El filósofo inglés Thomas Hobbes, autor del famoso Leviatán (1651), consideraba necesario el abandono de los derechos individuales por el bien común, como única forma de sobrevivir en este mundo, auténtica jauría humana. Dicho así, suena estupendo. El problema es que esta renuncia a los derechos personales en pos de un servicio a la comunidad (en un sentido amplio) no es en virtud de la defensa de una ley natural universal que todo hombre debe respetar, porque a fin de cuentas procede de Dios, sino que simplemente es un modo de superar el estado salvaje en el que el hombre se encuentra, cediendo al estado todo el poder. Éste sería el encargado de dictar lo que era correcto y lo que no, lo que estaba permitido, y lo que no podía hacerse. Como vemos, es una tentación muy moderna, que ya incluso se ha extendido a cada persona particular: hoy día se pretende que cada ser humano pueda decidir, en lo profundo de su moral, qué es bueno y qué malo; en definitiva, el relativismo absoluto del que tanto nos previene el Santo Padre Benedicto XVI.
Tras un primer análisis pude parecernos que la teoría política desarrollada a partir del Renacimiento -aunque no en un nivel tan perverso como al que llegaría posteriormente- y defendida por Hobbes entre otros muchos partidarios del poder absoluto del estado, corresponde tan sólo a los regímenes totalitarios que desde entonces se han ido sucediendo a lo largo de la Historia: Reinado del Terror en la Francia revolucionaria, Dictadura del Proletariado comunista, Fascismo y Nazismo... Pero esto no es así. Los estados totalitarios son, al menos desde fuera de su entorno, fácilmente reconocibles como abominables: ¿alguien en su sano juicio habla bien del Tercer Reich, o de la Rusia de Stalin -bueno, en este último punto, algunos siguen erre que erre, jeje-? ¿Pero qué ocurre con las democracias liberales? ¿No hace falta una crítica profunda y sincera hacia este sistema político difundido por la civilización occidental? No se me entienda equivocadamente. Con esto no quiero decir que me parezca nocivo el sistema político de la democracia; creo sinceramente que es el más justo y el que más respeta la libertad del hombre. El problema no es la democracia en sí: el problema es que hay cuestiones que no pueden estar sujetas a lo que diga una mayoría; derechos pertenecientes a una ley natural que están por encima de cualquier ley humana, por muy refrendada que esté ésta por el Parlamento y el pueblo soberano. El estado debe encargarse de asegurar estos derechos inherentes al ser humano, y no ceder ante la opinión pública; si el aborto o la eutanasia constituyen asesinato, ya puede una mayoría de los ciudadanos con capacidad de voto pensar que no, que seguirán siendo asesinato, y como tales deben ser perseguidos por la justicia de aquél estado.
El problema, por tanto, es que, sobre todo a partir de la Ilustración, pero hundiendo sus raíces a fines de la Edad Media y en el Renacimiento, hemos ido sustituyendo al Dios personal cristiano, por el dios del estado que todo lo controla, y que bajo el barniz de una supuesta demanda democrática popular, se coloca ideológicamente como el ente que puede establecer lo que es bueno y lo que es malo. Y mientras, el Dios que cimentó la civilización occidental junto al legado clásico de Grecia y Roma, cada vez se va convirtiendo más en ése Dios del Deísmo promovido por la Ilustración; un Dios que está ahí, que es necesario para explicar el mundo, pero que vive distante, que nada tiene que ver con nostros. El mismo E. Fromm (1900-1980), filósofo estadounidense de ascendencia judía, y que recibió una fuerte influencia de Freud -¡no es por esto precisamente por lo que nos parece interesante su pensamiento!-, señaló la carga de renuncia a las libertades personales en favor de un mayor control estatal para obtener más seguridad que se esconde detrás de las democracias liberales.
Muchos autores fueron y son conscientes del peligro que guradaban los estados a la hora de intentar establecerse como los únicos dirigentes de la existencia de los ciudadanos. Así tienemos al británico George Orwell con su famosa Rebelión en la Granja, en la que los animales levantados contra sus amos tiranos, acaban siendo oprimidos por sus mismos hermanos. Se ve en esta obra claramente la negativa experiencia que Orwell tuvo en las brigadas Internacionales en las que defendió al Bando Republicano de la Guerra Civil española; quedó literalmente espantado por el control que el Partido Comunista de la URSS llevaba a cabo sobre sus camaradas españoles. También tenemos Hoja de Niggle de Tolkien que pone ciertamente los pelos de punta, y El Padre Elías. Un Apocalipsis, del escritor contemporáneo Michael D. O'Brien, obra que todo católico debería leer.
¡Benditos sean Cristo y su Santísima Madre María la Virgen!
Fuentes:
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Esparza, José Javier y Esolen, Anthony; Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental; Ciudadela, Madrid, 2009.
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O'Brien, Michael D.; El Padre Elías. Un Apocalipsis; LIBROSLIBRES, Madrid, 2006.
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Orwell, George; Rebelión en la Granja; Destino, Barcelona, 1995.
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[Sin autor]; La Guerra de los Treina Años, en El Árbol de la Sabiduría, V; Brugera, Parets del Vallés (Barcelona) -impr.-, 1981.
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Tolkien, J.R.R.; Cuentos desde el Reino Peligroso; Minotauro, Barcelona, 2009.