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19 julio 2012 4 19 /07 /julio /2012 21:08

Hay autores, incluso algún historiador de reconocido prestigio, que de una forma ciertamente ligera, al menos eso pienso yo, y lo digo con el máximo de los respetos, opinan que el devenir de Europa, y por ende del mundo, hubiera sido más positivo si en aquellas famosas Guerra Púnicas los vencedores hubieran sido los cartagineses en lugar el Imperio Romano. Fueron tres guerras, y se extendieron desde el  264 al 146 a.C.

Es evidente que el Imperio Romano tenía muchos defectos. Pero si la civilización europea occidental llegó a ser lo que fue (y no me refiero a nuestra actual Europa apóstata del Cristianismo) fue gracias al legado clásico grecoromano y al Cristianismo; también tuvo mucha influencia la Revolución Francesa, pero pienso que ésta aportó más elementos negativos que positivos (individualismo, racionalismo que aparta lo religioso del mundo público -¡ése Dios del Deísmo, tan lejano al hombre, como diría el gran teólogo navarro don José Antonio Sayés!-). Fue el Imperio Romano el que nos legó una lengua moderna, una legislación actualizada, y un territorio que ya vivía con la esperanza que da el Cristianismo. ¿Y qué diremos de la institucionalización del sacrificio humano llevada a cabo por los cartagineses?

Pensemos un poco, por favor, y demos gracias a la Divina Providencia. 

 

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7 julio 2012 6 07 /07 /julio /2012 15:48

           Este artículo guarda mucho en común con otro que dediqué a la famosa Batalla de Lepanto contra los turcos en el siglo XVI. Ambos choques se libraron entre cristianos y musulmanes, y ambos enfrentamientos tuvieron una importancia crucial en el devenir de la civilización europea, aunque la batalla de las Navas de Tolosa centra más su legada en la Península Ibérica, en nuestra España (y Portugal); además, ambas batallas quedan hoy abandonadas en el olvido consciente por lo políticamente incorrecto de ambas. El próximo 16 de julio se cumplen nada más y nada menos que 800 años de aquel magno acontecimiento, y los poderes públicos del estado no parecen muy dispuestos a celebrar por todo lo alto tal efeméride.

          Pongámonos en situación para comprender la importancia de dicha batalla: tras desmoronarse el Imperio Almorávide en la Península Ibérica y el posterior período de segundas taífas, entran los almohades en territorio hispano con el Califa al-Mu'mín (1130-1163). Los almohades constituyeron en principio un movimiento religioso; fue fundado por Ibn Tumart (1084-1130), el cual se había formado en Oriente y en Occidente, más concretamente en la ciudad de Córdoba. Procedentes del Noroeste de África, y rivales encarnizados de los almorávides, los almohades fueron conquistando los territorios que poseían aquéllos.

           El momento culmen del poderío almohade llegó con la batalla de Alarcos de 1195, muy cerca de Ciudad Real; batalla que acaeció durante el mandato del califa Yaqub (1184-1199). En este encarnizado enfrentamiento, las huestes mahometanas arrasaron a las tropas castellanas, y dejaron en una situación más que comprometida a los reinos hispanos.

           Ante tan desalentador panorama, la alarma cundió en unos reinos crisitanos peninsulares que no hacía mucho años habían estado más interesados en  luchar entre ellos que en hacer frente al enemigo común: tal fue el caso de León, que llegó incluso a pactar con los musulmanes. Alentados por Inocencio III, empezaron las negociaciones para intentar llegar a un acuerdo que les permitiera unirse ante el empuje almohade. Así, los cristianos se prepararon para combatir juntos, y el Papa concedió a la contienda la categoría de cruzada. En 1212, en las Navas de Tolosa, provincia de Jaén, un contingente cristiano formado por los castellanos de Alfonso VIII, los aragoneses de Pedro II, los navarros de Sancho VII, caballeros portugueses y leoneses (aunque no sus monarcas, que antepusieron sus intereses particulares a los generales de la Cristiandad, a pesar de que su misma seguridad hubiera quedado en entredicho si no se frenaba el avance almohade) vencieron a las tropas de Yusuf II, asegurando la supervivencia del Cristianismo en nuestras tierra. Poco después, Fernando III el Santo conquistaría la Andalucía Bética y Murcia, dejando ya tan sólo el Reino de Granada en manos musulmanas.

          ¡Celebremos -siempre en son de paz- tan magno aniversario!

 

Fuentes:

  • Iradiel, Paulino; Moreta, Salustiano; Sarasa, Esteban; Historia medieval de la España cristiana; Cátedra, Madrid, 1995.
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30 junio 2012 6 30 /06 /junio /2012 19:49

         Estoy convencido de que todos nuestros lectores conocerán en qué consistía supuestamente el llamado derecho de pernada o de la primae noctis aunque sea por haber visto la fantástica película Brave Heart, dirigida por Mel Gibson en 1995, o la novela histórica de aires catalanistas La Catedral del Mar, escrita por Ildefonso Falcones. En virtud de este privilegio, los señores feudales del occidente cristiano medieval podían exigir pasar la noche de bodas de una pareja de siervos residentes en sus tierras con la novia; era, por tanto, el derecho de la primera noche.

         El problema es que este supuesto derecho constituye un auténtico mito histórico, ya que nunca existió. Fue todo un invento propagandístico de la Revolución Francesa, cuyos representantes, ávidos por atacar el antiguo régimen, intentaron demostrar la intrínseca perversión del mismo.

         Hay que reconocer que este supuesto derecho se presta para grandes argumentos de novelas y películas; pero todo historiador honrado debe decir siempre la verdad, y ésta no es mas que la inexistencia de dicha institución medieval. Otra cosa es que existieran abusos. Evidentemente, en la Edad Media hubo muchos excesos por parte de los señores feudales hacia los campesinos que humildemente trabajaban en sus tierras; pero como tal derecho, nunca existió, y hay que decirlo. El Milenio de Cristiandad, tal y como llama el padre José María Iraburu a la Edad Media, a pesar de sus errores (que los hubo, y en abundancia, por supuesto), fue un período cuyos inmensos frutos de santidad y legados dejados a la humanidad ya quisiéramos para nuestro tiempo.

        ¡Conozcamos nuestra historia hermanos, que hay mucho de lo que enorgullecerse!

 

Fuentes:

Falcones, Ildefonso; La Catedral del Mar; Random House Mondadori, Barcelona, 2008.

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23 junio 2012 6 23 /06 /junio /2012 23:10

        Un año más nos encontramos en vísperas de esta fiesta tan singular dentro de la Cristiandad católica. El año pasado, con motivo de la misma, hablé ya acerca de la simbología que guardaba el hecho de que la principal fiesta de San Juan Bautista (que por cierto es su Natividad, no su muerte, como suele ocurrir con el resto de los santos) se celebrara con ocasión del solsticio de verano, y la relación escriturística que guardaba con el Nacimiento de Cristo la noche del 24 al 25 de diciembre, justo seis meses después.

        En esta ocasión voy a centrarme en otro aspecto también muy llamativo, y que resulta revelador de la importancia histórica que ha guardado para la Iglesia el culto a este santo. Vayamos a la homilía que Juan XXIII pronunció en mayo de 1960 con motivo de la canonización de Gregorio Barbarigo. En ella, el Santo Padre defendía la tesis tradicional que abogaba por que tanto San José como San Juan Bautista, el Precursor, del que hoy hablamos, habrían resucitado ya en cuerpo y alma. Esta antigua idea tendría su base en el siguiente pasaje de Mateo, que trata sobre un hecho prodigioso producido tras la muerte de Cristo en la cruz:

       Pero Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu.

      En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se hendieron. Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron.

      

       Lo que sí es seguro, es que el Precursor, el Bautista, la voz que gritó y sigue gritando en el desierto para que preparemos el camino al Señor, goza de la felicidad eterna junto a Nuestro Señor, y allí intercede por nosotros sin parar. ¡Felicidades a todos los juanes y juanas!

 

Fuentes:

Messori, Vittorio; Hipótesis sobre María; LIBROSLIBRES, Madrid, 2007. 

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15 junio 2012 5 15 /06 /junio /2012 21:32

       La Guerra de los Treinta Años (1618-1648) dejó tras de sí un reguero de muerte y destrucción tan tremendo (no por otra cosa algunos autores la consideran un antecedente de las guerras mundiales), que la sociedad europea quedó conmocionada profundamente. Esto fue aprovechado por ciertas élites intelectuales y políticas, defensoras de un aumento del poder del estado que continuara con el proceso que se había originado con el Renacimiento, y que había significado el nacimiento del estado moderno. Apostaban por relegar a la religión a un segundo plano. ¿Para qué quería el hombre algo que no causaba más que muestre y desgracia, como se había observado tras la Guerra de los Treinta Años? Lo primero que habría que aclarar es el supuesto carácter religioso de la Guerra de los Treina Años, ya que curiosamente la Francia católica de aquél entonces se alió con los estados protestantes para hacer frente común contra España; encontramos evidentemente elementos de lucha religiosa, pero no es tan sencillo como eso. Un fragmento de la carta escrita por Francisco de Quevedo al Rey francés Luis XIII con motivo del apoyo galo al bando protestante nos muestra la complejidad del asunto: ocasionaréis que digan que los herejes que en Francia desarmasteis para vuestra quietud y gloria los armáis en Flandes para opresión de los católicos y agravios de Jesucristo; que os armasteis inquisidor contra herejes, para armar herejes contra inquisidores... Como bien se desprende de estas palabras salidas de la pluma de uno de los grandes genios del siglo de oro español, el carácter religioso de la contienda es manifiesto, pero también lo es que había otros intereses aún más oscuros si cabe, que llevaron a una nación católica como Francia a aliarse con los protestantes.

       Dejemos ahora este  punto de controversia. El caso es que muchos interpretaron esta "batalla de iglesias" como un ejemplo de la necesidad que existía de imponer la voluntad del estado sobre las creencias religiosas de los hombres. Comenta José Javier Esparza en su Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental que las soluciones que estos pensadores barajaban eran dos: de un lado, que el estado devorara a la religión, y la conviertiera en títere suyo; del otro, separar el elemento religioso del estado, dejándolo a la libre elección del individuo. Yo me atrevería a decir que el primer camino fue el seguido por la Inglaterra que se separó de la obediencia a Roma, conviritiéndose el monarca en la cabeza de la nueva iglesia nacional; y el segundo el escogido por muchas de las naciones protestantes, que aunque en un primer momento no pudieran sospecharlo, abrieron el camino a la relegación del fenómeno religioso al ámbito de lo privado, expulsándolo del mundo público, que se consolidaría siglos después.

       El filósofo inglés Thomas Hobbes, autor del famoso Leviatán (1651), consideraba necesario el abandono de los derechos individuales por el bien común, como única forma de sobrevivir en este mundo, auténtica jauría humana. Dicho así, suena estupendo. El problema es que esta renuncia a los derechos personales en pos de un servicio a la comunidad (en un sentido amplio) no es en virtud de la defensa de una ley natural universal que todo hombre debe respetar, porque a fin de cuentas procede de Dios, sino que simplemente es un modo de superar el estado salvaje en el que el hombre se encuentra, cediendo al estado todo el poder. Éste sería el encargado de dictar lo que era correcto y lo que no, lo que estaba permitido, y lo que no podía hacerse. Como vemos, es una tentación muy moderna, que ya incluso se ha extendido a cada persona particular: hoy día se pretende que cada ser humano pueda decidir, en lo profundo de su moral, qué es bueno y qué malo; en definitiva, el relativismo absoluto del que tanto nos previene el Santo Padre Benedicto XVI.

       Tras un primer análisis pude parecernos que la teoría política desarrollada a partir del Renacimiento -aunque no en un nivel tan perverso como al que llegaría posteriormente- y defendida por Hobbes entre otros muchos partidarios del poder absoluto del estado, corresponde tan sólo a los regímenes totalitarios que desde entonces se han ido sucediendo a lo largo de la Historia: Reinado del Terror en la Francia revolucionaria, Dictadura del Proletariado comunista, Fascismo y Nazismo... Pero esto no es así. Los estados totalitarios son, al menos desde fuera de su entorno, fácilmente reconocibles como abominables: ¿alguien en su sano juicio habla bien del Tercer Reich, o de la Rusia de Stalin -bueno, en este último punto, algunos siguen erre que erre, jeje-? ¿Pero qué ocurre con las democracias liberales? ¿No hace falta una crítica profunda y sincera hacia este sistema político difundido por la civilización occidental? No se me entienda equivocadamente. Con esto no quiero decir que me parezca nocivo el sistema político de la democracia; creo sinceramente que es el más justo y el que más respeta la libertad del hombre. El problema no es la democracia en sí: el problema es que hay cuestiones que no pueden estar sujetas a lo que diga una mayoría; derechos pertenecientes a una ley natural que están por encima de cualquier ley humana, por muy refrendada que esté ésta por el Parlamento y el pueblo soberano. El estado debe encargarse de asegurar estos derechos inherentes al ser humano, y no ceder ante la opinión pública; si el aborto o la eutanasia constituyen asesinato, ya puede una mayoría de los ciudadanos con capacidad de voto pensar que no, que seguirán siendo asesinato, y como tales deben ser perseguidos por la justicia de aquél estado.

         El problema, por tanto, es que, sobre todo a partir de la Ilustración, pero hundiendo sus raíces a fines de la Edad Media y en el Renacimiento, hemos ido sustituyendo al Dios personal cristiano, por el dios del estado que todo lo controla, y que bajo el barniz de una supuesta demanda democrática popular, se coloca ideológicamente como el ente que puede establecer lo que es bueno y lo que es malo. Y mientras, el Dios que cimentó la civilización occidental junto al legado clásico de Grecia y Roma, cada vez se va convirtiendo más en ése Dios del Deísmo promovido por la Ilustración; un Dios que está ahí, que es necesario para explicar el mundo, pero que vive distante, que nada tiene que ver con nostros. El mismo E. Fromm (1900-1980), filósofo estadounidense de ascendencia judía, y que recibió una fuerte influencia de Freud -¡no es por esto precisamente por lo que nos parece interesante su pensamiento!-, señaló la carga de renuncia a las libertades personales en favor de un mayor control estatal para obtener más seguridad que se esconde detrás de las democracias liberales.

        Muchos autores fueron y son conscientes del peligro que guradaban los estados a la hora de intentar establecerse como los únicos dirigentes de la existencia de los ciudadanos. Así tienemos al británico George Orwell con su famosa Rebelión en la Granja, en la que los animales levantados contra sus amos tiranos, acaban siendo oprimidos por sus mismos hermanos. Se ve en esta obra claramente la negativa experiencia que Orwell tuvo en las brigadas Internacionales en las que defendió al Bando Republicano de la Guerra Civil española; quedó literalmente espantado por el control que el Partido Comunista de la URSS llevaba a cabo sobre sus camaradas españoles. También tenemos Hoja de Niggle de Tolkien que pone ciertamente los pelos de punta, y El Padre Elías. Un Apocalipsis, del escritor contemporáneo Michael D. O'Brien, obra que todo católico debería leer.

        ¡Benditos sean Cristo y su Santísima Madre María la Virgen!

 

Fuentes:

  • Esparza, José Javier y Esolen, Anthony; Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental; Ciudadela, Madrid, 2009. 

  • O'Brien, Michael D.; El Padre Elías. Un Apocalipsis; LIBROSLIBRES, Madrid, 2006.

  • Orwell, George; Rebelión en la Granja; Destino, Barcelona, 1995.

  • Sayés, J.A.; Principios filosóficos del Cristianismo; URL: www.obracultural.org  

  • [Sin autor]; La Guerra de los Treina Años, en El Árbol de la Sabiduría, V; Brugera, Parets del Vallés (Barcelona) -impr.-, 1981.

  • Tolkien, J.R.R.; Cuentos desde el Reino Peligroso; Minotauro, Barcelona, 2009.

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11 junio 2012 1 11 /06 /junio /2012 19:28

          Veremos hoy un caso parecido al del Arrianismo. Decíamos hace unas semanas, al tratar aquélla herejía de finales de la Antigüedad y principios de la Edad Media, que la doctrina propagada por el presbítero Arrio era una respuesta "racionalista", adecuada a las élites filosóficas existentes en el Bajo Imperio Romano, que intentaba rebajar la trascendencia de la religión cristiana, haciendo de Cristo simplemente un hombre, el mejor de ellos, eso sí, pero nunca el mismo Dios encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Era ni más ni menos que una manera de hacer el Cristianismo más accesible a la mente racional del hombre, de hacernos una religión a nuestra medida, pero que como vimos, iba en contra de las mismas palabras que el Salvador nos dejó en los Evangelios, cuando él se situaba a sí mismo como el Hijo único de Dios, en un sentido absolutamente trascendente.

          Pues algo parecido ocurre con el Adopcionismo, que aunque guarda elementos comunes con el Docetismo existente en los primeros siglos del Cristianismo (como en lo concerniente a que a Jesús hombre le llegó la divinidad a través de su bautismo en el Jordán -afirmado por una rama del Docetismo-; recordemos que el Docetismo negaba la auténtica humanidad del Hijo de Dios), se dio con una fuerza tremenda en el siglo VIII español, en territorio recién conquistado por los musulmanes. El Adopcionismo, por su parte, abogaba por una visión de Cristo consistente en un hombre que, posiblemente en el bautismo del Jordán, había sido adoptado por el Creador; pero no pasaba de eso: un ser adoptado por la Divinidad, pero no un auténtico Dios. Como vemos, las similitudes con el Arrianismo eran muy amplias, y tal vez ello explique el porqué de su éxito en la España del siglo VIII, cuando aún estaba entre las élites visigodas el recuerdo de su vieja fe herética. Pero hay otro motivo por el cual esa doctrina adopcionista irrumpió -aunque de forma ciertamente original respecto a los brotes de siglos anteriores en otras zonas cristianas- en aquella España del siglo VIII. Si nos fijamos bien, se dio en las zonas que habían sido ocupadas por los islámicos, y no en el norte de la Península, que había conseguido permanecer fiel la fe católica original. ¿Qué tiene esto que ver? Pues muy simple; a los musulmanes les resultaba mucho más tolerable aceptar un "Cristianismo" que veía en Cristo tan sólo un hombre (adoptado especialmente por Dios, eso sí), que al verdadero Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad. Por ello, ante los lógicos problemas que ser cristiano acarreaba a la población autóctona de la Península, debido a la presión social que el Islam ejercía, muchos se adhirieron a esta herejía para caer, digamos, más "simpáticos" a los conquistadores mahometanos. Uno de sus principales exponentes fue el Obispo de Toledo Elipando (s. VIII).

         A todo esto hemos sobrevivido; ciertamente, el Espíritu guía a la Iglesia Católica, ¿no os parece?

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2 junio 2012 6 02 /06 /junio /2012 02:43

     Vayamos con otra maravillosa anécdota referida a Juan Pablo II el Grande relatada por Miguel Álvarez en El joven que llegó a Papa:

    

      Con estas palabras y tantas otras, ha animado a los jóvenes, en todas las latitudes del mundo a plantearse la vocación sacerdotal, como una de las posibilidades de la vida (...).

       Le ocurrió a un joven norteamericano, que ampliaba sus estudios de pintura en Roma. Animado por unos amigos, asistió a una de las audiencias generales del Papa. Con suerte, pudo colocarse en la primera fila y saludar al Pontífice.

       -Soy norteamericano, católico, estudio pintura y mi gran afición es el tenis...

       El Papa le escuchó atentamente, le bendijo y siguió su camino, saludando a otras personas. El joven se quedó conmovido por la simpatía y el interés con que le había atendido, y realizó gestiones para asistir a la audiencia siguiente.

       Un recorrido similar del Papa entre los peregrinos, le llevó a un segundo encuentro. Juan Pablo II lo reconoció:

       -¡El joven pintor, el joven tenista! Llama uno de estos días y jugaremos al tenis.

       De esta forma, entre partido y partido, surgió una amistad que les llevó a hablar con confianza e intimidad. Un día Juan Pablo II le sorprendió.

       -¿Has pensado alguna vez en ser sacerdote?

       - La verdad es que nunca. Mi ilusión es llegar a ser un buen pintor.

       -Si fueses sacerdote podrías también pintar todos los días. Con tu trabajo sacerdotal, estarías trazando pinceladas sobre el lienzo de tu tiempo. Y, al final del día, tendrías terminado un cuadro, que le gustaría especialmente a Dios.

        El joven acabó entrando en el seminario.

 

        Eso debe ser lo que se llama don de gentes... Sí, un auténtico don otorgado por Dios, al que tan fielmente sirvió.

 

Fuentes:

Álvarez, Miguel; El joven que llegó a Papa; Casals, Barcelona, 1999.

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24 mayo 2012 4 24 /05 /mayo /2012 19:16

     Aunque el hombre de hoy no quiera escuchar nada acerca del sacrificio, de la entrega, del sufrimiento, y lo que es aún peor, aunque los mismos cristianos se hayan acomodado al mundo, y rehuyan completamente del testimonio hasta el extremo, nadie puede negar que la historia del Cristianismo, y por tanto de la esposa de Cristo, la Santa Iglesia Católica, ha estado indisolublemente unida a la cruz. Nadie, por muy cegado que esté, o aún siendo miembro de otra religión, puede negar el valor de tantos y tantos cristianos que han preferido dejarse cazar por la muerte antes que renegar de su fe, o dejar de llevar la Buena Nueva a cualquier rincón del orbe. Estremece y llena de emoción leer los testimonios de muchos de los mártires que, parafraseando a Tertuliano, se convirtieron en semilla de nuevos cristianos mediante el riego de su sangre. Podemos decir, sin lugar a dudas, que estos hombres y mujeres encararon la muerte de forma alegre, sabiendo que Cristo estaba esperándolos tras el velo que separa esta vida de la del más allá; más aún, me atrevería a decir que para ellos el martirio era una auténtica bendición, la oportunidad de morir por Cristo, tal y como Él hizo por todos los hombres, continuando así su labor redentora. Veamos algunos ejemplos que señalan hacia esa dirección:

 

San Ignacio de Antioquía, muerto al comienzo del siglo II d.C., en tiempos del Emperador Trajano, dejó escrito en su carta a los romanos: Para mí es mejor morir en (eis) Jesucristo, que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquél que murió por nosotros; quiero a Aquél que resucitó por nosotros... Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios.

 

El Beato Alonso de Mena, fraile dominico, que fue martirizado en Japón en 1622 (hay que subrayar que a finales del siglo XVI y durante todo el siglo XVII -y aún después- murieron miles de cristianos en aquéllas tierras niponas), dejó testimonio de cómo era la cárcel en la que fue encerrado: Nueve palmos de ancho, nueve de alto y once de largo, cuando hace sol nos tostamos, cuando llueve o nieva, pasa, de parte a parte, el agua, viento y nieve, gusanos, piojos, ciempiés, cangrejos, sapos y otras sabandijas. Pero a pesar de esto, dejó claro que es tanto el consuelo que nuestro señor nos comunica en esta jaula semejante, que le certifico que en este mundo no puede haber palacio más suntuoso, ni jardín de más recreación.

 

El Beato Fr. Recaredo de Torrent, martirizado durante la Guerra Civil española, ante las muertes que se estaban produciendo de cristianos, exclamó: ¡Ay, qué suerte!, a lo que añadió, Mueren por Dios. ¡Yo no tendré esa suerte! Finalmente, sí la tuvo.

 

 

En cuanto a otras religiones, cabe decir que no siempre encontramos la misma visión y actitud hacia el martirio. Por ejemplo, en el Islam, existe un precepto, el de la taqiyya, que libraba a los musulmanes de tener que seguir profesando públicamente su fe cuando eran perseguidos y obligados a convertirse; por tanto, podían convertirse, por ejemplo, al Catolicismo (como ocurrió con muchos mudéjares que se bautizaron en la España cristiana), conservando la práctica del Islam en la privacidad como auténtica religión. 

 

Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo (Mt 5,11-12).

 

Fuentes:

Alabús, Rosa María; La purga religiosa de los shogunes. Mártires en Japón, en La Aventura de la Historia, nº 164; Unidad Editorial Sociedad de Revistas S.L.U., Madrid.

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17 mayo 2012 4 17 /05 /mayo /2012 22:38

     Suele haber una opinión muy romántica acerca de las herejías que han atacado a lo largo de los siglos la unidad de la Iglesia Católica. Se piensa normalmente que sus defensores fueron hombres (y mujeres) que supieron interpretar correctamente el mensaje evangélico en contra de la interesada exégesis de una Iglesia sumamente jerarquizada. Y se podrán señalar muchos defectos en el actuar histórico de la Madre Iglesia, como que muchas veces no supo mostrar la necesaria tolerancia hacia otras formas de pensar. Pero de lo que no tengo ninguna duda, es que casi ninguna de las más famosas herejías (y las menos también) posee un mínimo sustrato escriturístico. Sin dejar de reconocer la parte de verdad que pueden poseer las herejías en algunas de sus reclamaciones, ya vimos en posts anteriores qué otros aspectos no tan idealistas existían detrás de cismas como el de la Reforma o el del Anglicanismo, ambos del siglo XVI.

    Vamos a echar ahora un vistazo al caso del Arrianismo, herejía surgida en el siglo IV de manos del presbítero Alejandrino Arrio (250-336), y que llegó a extenderse tanto que fue incluso religión oficial de estados como el de los Visigodos. Fue tal la importancia que adquirió esta herejía, que ni siquiera el Concilio de Nicea del 325 consiguió erradicarla. Esto lo comprobamos con facilidad si atendemos a la famosa frase de San Jerónimo (342-420): gimió el orbe entero, al comprobar con asombro que era arriano.  Eso sí, gracias a aquel Concilio, y los sucesivos (I Constantinopla -381-, Éfeso -431-, Calcedonia -451-, II Constantinopla -553-), la Iglesia Católica consiguió salir victoriosa en cuanto a la oficialidad y al número de fieles,  arrinconando al Arrianismo y otras herejías cristológica -Monofisismo, Nestorianismo, etc.- 

    El Arrianismo defendía que Cristo había sido el mejor de los hombres, que había estado tremendamente unido al Padre, pero que no dejaba de ser una criatura. Se ponía en tela de juicio por tanto la encarnación del Verbo eterno y el dogma de la Santísima Trinidad: en resumen, la divinidad de Nuestro Señor. Si el lector medita el significado de esta herejía, se dará cuenta, tal y como observa José María Iraburu, que la misma se hace presente aún hoy día.

  Como ya vimos en el post dedicado a demostrar que Cristo tenía conciencia de ser el Hijo de Dios en un sentido totalmente trascendente, divino, la teoría arriana de que Cristo no era más que un hombre, el mejor de ellos, pero sólo una criatura, no tiene ninguna base evangélica. ¿Por qué tuvo entonces tanto éxito la herejía arriana? Los investigadores señalan que la filosofía clásica, a pesar de acoger con gran entusiamos en líneas generales la novedad del Cristianismo, tuvo problemas en aceptar su originalidad completa: ésta es, que Dios mismo se hiciera hombre. Por ello, era mucho más comprensible a sus ojos racionales que Dios hubiera exaltado a un hombre por encima de los demás, pero sin llegar a ser éste Dios; como bien explica J.A. Sayés, según el Arrianismo, el Creador no se habría encarnado en uno de nosotros, sino que el hombre habría sido elevado por la gracia de Dios, pero externamente. Por tanto, no estamos ante un examen riguroso y sincero de la Palabra de Dios, sino ante una interpretación sesgada de la misma por la visión racionalista no abierta a la fe que parte de las capas cultas del Imperio Romano mantenían.

 

    ¡Bendito sea Cristo, el Hijo de Dios, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado!

 

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10 mayo 2012 4 10 /05 /mayo /2012 23:27

     Veamos otra significativa anécdota que nos cuenta Miguel Álvarez en su biografía de Juan Pablo II, El joven que llegó a Papa, usada ya en varios artículos anteriores a éste:

 

     ¿Y qué decir del caso de Giuseppe Janni? Es un barrendero romano que enseña con orgullo la foto más inolvidable de su vida: se le ve con el Papa en la boda de su hija Vittoria, con el electricista Mario Maltese en la capilla paulina del Vaticano. 

     Sucedió así. Visitaba el Papa la parroquia de un suburbio romano el día de los Reyes Magos, en 1979, y se acercó al belén, que había montado Giuseppe con sus amigos. Entabló conversación con él y le preguntó por la familia, su mujer, sus hijos.

     -Dentro de unos días, se casa mi hija Vittoria. Están preparándola todo.

     Vicky andaba por allí, lo oyó, y se atrevió a decir al Pontífice:

     -Sí, Santidad, me caso en febrero. ¿Podría tener la felicidad de que bendijera mi matrimonio?

     -Os espero a Mario y a ti en el Vaticano para fijar la fecha.

    

     ¡Qué humanidad la del Beato Juan Pablo II! ¡Que él interceda por nosotros, su rebaño, desde el cielo!

 

P.D.: ¡¡no me puedo resistir!! ¡El Atlético de Madrid campeón de la Europa Leagueeee! ¡¡Campeoneeeees!!

  

 

Fuentes:

Álvarez, Miguel; El joven que llegó a Papa; Casals, Barcelona, 2004.

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