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25 febrero 2012 6 25 /02 /febrero /2012 19:01

      Pasemos a analizar hoy los errores doctrinales acerca de la Eucaristía que mantuvieron (y mantienen los que siguen existiendo) los movimientos reformadores surgidos en el siglo XVI. Nos centraremos en este artículo en lo concerniente a la presencia real y al modo en que ésta se hace presente, para pasar en el siguiente artículo a ver los aspectos heréticos de la Reforma en lo referente a otros puntos de la Eucaristía: su carácter de memorial o de sacrificio, etc.

      Examinemos primero el pensamiento del principal y más influyente de los reformadores, Marin Lutero:

      Como el padre Sayés indica en su obra El Misterio Eucarístico, Lutero creía erróneamente que el concepto de Transubstanciación era un invento de Santo Tomás, apoyado en la filosofía de Aristóteles. Por tanto, él abogaba por la Consubstanciación: es decir, el Cuerpo y la Sangre de Cristo estaban verdaderamente presente (Lutero nunca dudó de la presencia real), pero no por ello dejaban de existir el pan y el vino. Como vimos en el artículo anterior, está claro el error de Lutero, ya que aunque el término Transubstanciación no se "oficializó" hasta el IV Concilio de Letrán en 1215, el significado del mismo (cambio de la sustancia) ya existía de mucho antes del uso de la filosofía hilemórfica de Aristóteles con los escolásticos (como dijimos en el anterior artículo, ya San Ambrosio en el siglo IV comentaba: Antes de la bendición de las celestiales palabras, otra es la sustancia que se nombra; después de la consagración se significa el cuerpo; luego lo afirmaron Fausto de Riez en su homilía Magnitudo (siglo V), el abad de Corbie Pascasio (siglo IX) en su obra LIber de corpore et sanguine Christi, y Fulberto de Chartres, Lanfranco y Guitmundo de Aversa, oponiéndose los tres a la herejía de Berengario de Tours (siglo XI), y consituyendo los antecedentes del Sínodo Romano de 1079: (...) el pan y el vino que están en el altar, por el misterio de la oración sagrada y las palabras de nuestro Redentor, se convierten sustancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne de nuestro Señor Jesucristo (...). Y por fin, el futuro Inocencio III, antes de ocupar el solio pontificio, y muy poquito antes del IV Concilio de Letrán (1215), usa la expresión transustancia (ni se añade nada al cuerpo, sino que se transustancia en el cuerpo).

       Hay que decir también que ya antes de Lutero, con la filosofía nominalista de Guillermo de Ockham (1285-1349) o Pedro de Ailly, o con autores como el Beato Duns Escoto (1266-1308), se  había defendido este error doctrinal de la Consusbstanciación.

      Muchos de los lectores de este humilde blog pensarán que qué más da decir que Cristo está verdaderamente presente en el Sacramento cambiando la sustancia del pan y del vino por la del Cuerpo y la Sangre de Cristo (Transubstanciación), o que lo esté por la coexistencia de las substancia del pan y del vino con la del Cuerpo y la Sangre. La importancia en mayor de lo que a priori pueda notarse, porque si queremos ser fieles a la Palabra de Cristo, revelada en los Evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, y en la Primera Carta a los Corintios de San Pablo, que nos dijo esto es mi cuerpo, esta es mi sangre (sin olvidar las pequeñas diferencias existentes entre los cuatro relatos), no serían auténticamente puestas en práctica sin consideráramos que detrás de las especies del pan y del vino sigue existiendo su substancia; al contrario, debemos afirmar que ahí encontramos ya sólo la substancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo, aunque se guarden los accidentes del pan y del vino: se ha dado una auténtica conversión.

      

     Calvino, por su parte, criticaba tanto la Transubstanciación como la Consubstanciación: si Cristo residía en el Cielo tras la Resurrección, no podía al mismo tiempo estar presente materialmente en el mundo. Pero a pesar de esto, siempre intentó mantener una postura intermedia, en la que ni optaba por la presencia real, ni por el mero simbolismo vacío. José Antonio Sayés expresa esta ambigua posición recordando las palabras del investigador Baciocchi:

El Cuerpo de Cristo no está materialmente ligado al pan; pero, al comer éste con fe, se recibe aquél en alimento. La acción material es signo e instrumento de un don espiritual.

 

     El tercer gran reformador, Zuinglio, abogó por una mera interpretación simbólica de las palabras instituyentes de Cristo. Para él, el es de los cuatro relatos vendría a significar tan sólo "representa" o "significa". Quede claro que esta interpretación de Zuinglio resulta muy difícil de defender tras un análisis exhaustivo del Nuevo Testamento.

 

     Ex cursus:

     En un artículo escrito hace unos meses acerca de los argumentos que claramente indicaban el significado de presencia real de los cuatro relatos de la institución de la Eucaristía, comenté que los protestantes no creían en la presencia real. Me equivoqué, ya que el contacto que tuve fue con cierto grupo que la negaba; pero no es la interpretación general. ¡Mea culpa! Perdonad todos, queridos lectores.

      

     ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar! ¡Dios nos aumente nuestra fe en su presencia real!

 

Fuentes:

Sayés, José Antonio; El Misterio Eucarístico; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1986.

 

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20 febrero 2012 1 20 /02 /febrero /2012 21:15

       Vamos a dedicar algunos artículos a hablar acerca de las diferentes desviaciones que se han producido a lo largo de la Historia en relación con la doctrina sobre la Ecuaristía, la presencia real de Cristo en ella, y el modo en que se produce ésta. Para esta serie de artículos voy a usar principalmente la obra del sacerdote y doctor en Teología José Antonio Sayés, titulada El Misterio Eucarístico.

       Empecemos haciendo una pequeña introducción:

       Como muchos de ustedes ya sabréis, la doctrina católica acerca de la presencia real de Cristo en la Eucaristía se expresa mediante el dogma de la Transubstanciación, definido en el IV Concilio de Letrán (1215) y reafirmado durante el Concilio de Trento (1545-1563). Por dicho dogma, declaramos que mediante la invocación al Espíritu Santo y las palabras de Cristo en la Última Cena repetidas por el sacredote durante la Misa, las substancias del pan y del vino desaparecen, convirtiéndose en el Cuerpo y la Sangre de Cristo; por tanto, mientras se conservan tan sólo los accidentes del pan y del vino, las especies, y así aparecen ante nuestros sentidos, la fe nos dice que lo que observamos son en verdad el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor. ¿Pero qué es realmente la substancia? Pues es ni más ni menos, como nos recuerda Sayés, quien ha estudiado el tema profundamente, todo aquello que existe en sí, el ser profundo de las cosas: yo veo algo, y capto que ahí hay una cosa, un ente, una substancia, sea lo que sea; éste primer paso lo damos con la inteligencia, y luego ya, los sentidos, nos hacen caer en la cuenta de las particularidades físicas de esa substancia. Pues es esa substancia la que cambia bajo las especies (particularidades físicas) del pan y del vino, por lo que tras la consagración ya no estamos ante un trozo de pan y una medida de vino, sino ante el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor.

      Ahora es justo indicar que al contrario de la opinión generalizada y carente de fundamento que señala que esta doctrina de la Transubstanciación sólo aparece en la Iglesia en el siglo XIII, con la utilización del concepto "substancia" que el Hilemorfismo aristotélico se supone había prestado al pensamiento escolástico (especialmente a Santo Tomás de Aquino), la Madre Iglesia ya había expresado mediante sus Padres, Doctores y concilios su creencia en que en el pan y el vino se producía un auténtico cambio de substancia, para pasar a ser verdadero Cuerpo y verdadera Sangre de Cristo. Sin ir más lejos, cuando Aristóteles habla de substancia, se refiere al conjunto de materia prima (principio potencial, sin forma) y forma substancial (esencia o forma que la especifica, siguiendo el trabajo de Sayés en Principios filosóficos del Cristianismo), mientras que la tradición cristiana usó este término para referirse a la realidad ontológica, al ser más profundo de las cosas.

      Evidentemente, en los primeros tiempos de la Iglesia, aproximadamente hasta el Concilio de Nicea (325), los Padres, en su mayoría, se habían conformado con expresar la creencia en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, sin explicar cómo era posible esto. Aún así, nos recuerda Sayés que hay autores que fueron más allá, como San Justino (100-165) que ya hablaba que el pan y el vino son eucaristizados por la oración, o San Ireneo de Lyon(130-200), que afirmaba sin dudar que el pan se hace el cuerpo de Cristo.

      La profundización teológica aumentaría tras el citado Concilio de Nicea (325), hasta el punto de que el mismo San Ambrosio (339-397) en época tan temprana, dejará escrito lo siguiente: El mismo Jesús clama: 'Esto es mi cuerpo'. Antes de la bendición de las celestiales palabras, otra es la sustancia que se nombra; después de la consagración se significa el cuerpo. Él mismo llama su sangre. Antes de la consagración, otra cosa es la que se dice; después de la consagración se llama sangre (...)  Como podemos observar de forma tan clara en este fragmento de San Ambrosio, ya la Iglesia del siglo IV usaba la palabra substancia para explicar el cambio radical que sufrían el pan y el vino, convirtiéndose en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Aunque no tengamos todavía el término Transubstanciación, que no aparecerá hasta el siglo XIII, la Iglesia era totalmente consciente de cómo el Cuerpo y la Sangre del Salvador se hacían presentes en las especies eucarísticas.

     El siguiente paso lo daría Fausto de Riez, autor del siglo V, que en su homilía Magnitudo deja clarísimo que es Cristo, con su poder creador, quien logra esta conversión de la substancia: Pues como sacerdote visible, con su palabra convierte a criaturas visibles en la sustancia de su cuerpo y sangre con secreto poder (...). Del mismo modo, pues, que a la señal de Dios, que mandaba, aparecieron de repende de la nada la altura de los cielos, la profundidad de las olas y la anchura de las tierras, así también la potencia otorga poder semejante a las palabras en los sacramentos espirituales y el efecto sirve a la realidad.

     Más tarde, en el período carolingio, otro autor, Pascasio Radberto, abad de Corbie (siglo IX), en su obra Liber de corpore et sanguine Christi, nos dirá que: La sustancia del pan y del vino se cambia (commutatur) de forma eficaz interiormente en la carne y la sangre de Cristo, de tal modo que después de la consagración se cree que está presente la verdadera carne y sangre de Cristo. El pensamiento de Pascasio sería extendido por la orden de Cluny, e influiría tremendamente en los siglos posteriores, incluso a la hora de atacar la herejía de Berengario.

     Entremos en este instante a valorar ya una de las herejías eucarísticas surgidas en el curso de la Historia, y que acabo de mencionar al final del párrafo anterior. En el siglo XI, el canónigo de Tours, Berengario. Este autor, que nos recuerda José Antonio Sayés que daba una importancia grande a la experiencia sensible como único modo de conocimiento, reducía la substancia a lo puramente sensible; por ello, negaba la posibilidad de la conversión eucarística. Sayés nos muestra un texto de este autor del siglo XI perteneciente a la obra De Sacra Coena: Consta que todo lo que es consagrado, todo lo que es bendecido por Dios, no es deshecho, no es eliminado, no es destruido, sino que permanece y es llevado a lo que no era. Por tanto, negaba la conversión, para defender algo que vendría a llamarse "impanación": la permanencia de las sustancias del pan y del vino. Lo que no se sabe con exactitud, siguiendo de nuevo a El Misterio Eucarístico de Sayés, es si Berengario de Tours rechazaba auténticamente la presencia real. De ello lo acusará otro autor, Lanfranco, quien dirá que Berengario había reducido la presencia real a un simple símbolo; su obra es muy contradictoria en este sentido. Lo que queda claro, eso sí, es que sus teorías ayudaron muy poco a defender dicha presencia real.

     Fue con esta controversia como la Iglesia avanzaría más aún en el estudio del misterio eucarístico. En la disputa con Berengario, autores como Fulberto (maestro de Berengario en la Escuela de Chartres, que usaría la expresión mutare in corporis substantiam), Lanfranco o Guitmundo de Aversa (quien hablaría de substantialiter transmutari, y especificaría entre substancia y accidentes) irían perfeccionando la terminología, y serían los causantes de que el Concilio Romano de 1079 (no ecuménico), encabezado por el Papa Gregorio VII, obligara a Berengario firmar la siguiente fórmula, tal y como nos la expone el teólogo navarro Sayés:

      Yo Berengario creo sinceramente y confieso moralmente que el pan y el vino que están en el altar, por el misterio de la oración sagrada y las palabras de nuestro Redentor, se convierten sustancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne de nuestro Señor Jesucristo, que después de la consagración son el verdadero cuerpo de Cristo que nación de la Virgen y que, ofrecido por la salud del mundo, pendió de la cruz está sentado a la derecha del Padre, y la verdadera sangre de Cristo, que manó de su costado no sólo en signo o por la virtud del sacramento, sino en la propiedad de la naturaleza y la verdad de la sustuancia.

      ¡Y aún estamos bastante lejos de la entrada del Hilemorfismo aristotélico en el pensamiento cristiano!

      ¡Adorado sea el Santísimo Sacramento del Altar! ¡Bendito sea el Redentor, que sigue entregándose de manera incruenta por nosotros!

 

Fuentes:

Sayés, José Antonio; El Mistero Eucarístico; Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 1986.

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15 febrero 2012 3 15 /02 /febrero /2012 19:45

        Queda uno bastante sorprendido al echar un vistazo a la historia de la diócesis italiana de Milán, y ver la gran importancia de ésta en el conjunto de la Iglesia Católica, y los maravillosos frutos de santidad legados por ella. Desde época muy temprana observamos un papel estelar de esta diócesis en la vida de la Iglesia universal. ¿El motivo? Se me ocurre pensar que puede radicar en que durante un tiempo la corte del Imperio residió en aquella bella ciudad, coincidiendo con la ocupación de la sede de la diócesis por el gran San Ambrosio (339-397) desde el año 374. ¡Qué decir de este perenne santo! Considerado uno de los cuatro doctores de la Iglesia Latina junto a San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio Magno, fue nada más y nada menos que el maestro y una de las "causas" de la conversión del obispo de Hipona. Fuerte defensor de la ortodoxia católica frente a la herejía arriana, no dudó en enfrentarse al poder imperial cuando éste apoyó a la facción ya mencionada, y nos dejó como legado, entre otras muchas obras, el llamado rito ambrosiano, que la Iglesia Católica, respetuosa con la diversidad cultural y litúrgica que presenta el pueblo de Dios, ha sabido conservar. Como dato interesante, e incidiendo en el tema de la labor antiarriana que realizó San Ambrosio, resulta muy llamativo observar la clara huella que esta lucha contra la herejía arriana dejó marcada en el rito ambrosiano; pero no sólo en lo concerniente a la época del doctor de la Iglesia Latina, sino aún siglos más tarde, cuando la liturgia ambrosiana todavía estaba en formación, y el Arrianismo continuaba haciendo de las suyas (por eso se elaboraron muchos formularios que expresaban ricamente la divinidad-humanidad de Cristo, etc). Así, tal y como nos recueda el doctor en Teología y experto en Liturgia ya fallecido, A.M. Triacca, los obispos de Milán, salvo en la segunda mitad del siglo VI, debido a la famosa polémica de los Tres Capítulos, siempre destacaron en aquellos primeros siglos de la Cristiandad por su ortodoxia y fidelidad al Santo Padre.

        Son muchas las figuras y grandes obras que la diócesis milanesa ha "donado" al resto de la Iglesia Universal. Hablemos, por ejemplo, de los umiliati, grupo de laicos (en su origen) surgido en el siglo XII y que se extendió por toda la Lombardía, aunque con especial incidencia en su capital, Milán. hemos de tener en cuenta un aspecto del que ya hablamos en el artículo dedicado a San Francisco de Asís. A partir del año 1000, con la desaparición de la amenaza de los vikingos y el aumento de temperaturas que se vivió en Europa, hubo un desarrollo económico importante, entre otros motivos debido al incremento de la producción agrícola, y al auge comercial y urbano que se produjo. Este enriquecimiento (relativo, claro) repercutió también en la vida de la Iglesia Católica, y no fueron pocos los que vieron con malos ojos esta situación. En este sentido, surgieron muchos movimientos que propugnaron una vuelta al antiguo ideal evangélico de la pobreza, frente al poder económico que ostentaba, por ejemplo, la orden de Cluny. Esta comunidad, que había jugado desde su fundación en el siglo X un papel fundamental en la centralización romana dirigida por el Papa, cayó en un excesivo boato. Ante este panorama, muchos laicos cristianos intentaron regrasar a un Cristianismo mucho más espiritual  y humilde; el problema fue que la mayoría de estos movimientos, como los valdenses (nacido en el siglo XII en Lyon) o los seguidores de Arnaldo de Brescia (también del siglo XII) terminaron por caer en la herejía. En cambio, los umiliati, movimiento nacido como puramente laical, supo conjugar esa pobreza y vida en común, casi monacal, con la fidelidad y obediencia hacia la jerarquía católica. Este mismo fue el gran logro obtenido por las llamadas órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, carmelitas, agustinos, mercedarios...): unir pobreza y catolicidad.

         Pero como ocurre en todo lugar, también ha tenido sus sombras la historia de la diócesis de Milán. Fue en aquellas tierras donde a mitad del siglo XI surgió otro movimiento popular, éste centrado más en lograr una purificación de la Iglesia en asuntos como la simonía: estamos hablando de la herejía conocida como Patarismo. El historiador Emilio Mitre nos recuerda que en un principio fue bien vista por el papado, pero que finalmente la condenó por desembocar en una auténtica anarquía.

        Mención especial merecen dos entreñables devociones populares que nos ha legado la diócesis de Milán: la oración de los viernes a las tres de la tarde, y las llamadas Cuarenta Horas. No se conocen sus orígenes remotos con exactitud; lo que sí se sabe con seguridad es que fue en Milán donde adquirieron auténtica fuerza y se expandieron por el resto de la cristiandad. La primera de ellas, consistía en rezar el viernes a la hora que Cristo exhaló su Espíritu: las tres de la tarde. La segunda, recordaba las cuarenta horas que Cristo estuvo muerto; por ellos, aunque se podía celebrar tal devoción en varios momentos del año, principalmente se practicaba durante el Triduo Pascual. En el afianzamiento de ambas pías prácticas jugó un papel primordial el insigne arzobispo de Milán San Carlos Borromeo (1538-1584).

        Otra insigne figura de aquel santo rebaño fue la del beato sacerdote don Carlo Gnocchi, que entregó su vida a atender a los jóvenes huérfanos y mutilados a causa de la II Guerra Mundial; hoy día, esta labor, extendida ya a toda persona que necesite rehabilitación, continúa realizándose por parte de la Fundación Don Gnocchi.

        ¡Y cómo olvidarnos de los papas que pasaron antes por la sede milanesa! Tanto Pío XI (1857-1939; Papa de 1922 a 1939) como Pablo VI (1897-1978; Papa de 1963-1978) fueron con anterioridad arzobispos de Milán.

        ¡Dios continúe bendiciendo con tantos frutos de santidad a la Iglesia Católica a través de tan magna diócesis! ¡Gloria a Cristo por siempre!

 

Fuentes:

Claramunt, Salvador, Portela, Ermelindo, González, Manuel y Mitre, Emilio; Historia de la Edad Media; Ariel, Barcelona, 1999.

Esparza, José Javier y Esolen, Anthony; Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental; Ciudadela, Madrid, 2009. 

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12 febrero 2012 7 12 /02 /febrero /2012 19:30

          J.R.R. Tolkien (Bloemfontein -Sudáfrica-, 1892/Bournemouth, Hampshire -Inglaterra-, 1973), escritor y filólogo, autor de la maravillosa trilogía de El Señor de los Anillos y por ende creador del fantástico mundo de la Tierra Media, mantuvo una profunda vida cristiana a lo largo de toda su existencia. Por más añadidura, es esencial indicar que a pesar de ser británico, profesaba la fe católica. 

          En su misma obra se pueden rastrear importantes elementos religiosos, si bien no de forma explícita, sí de manera implícita o simbólica. Él mismo lo reconoció así en varias cartas. Tolkien mantuvo una abundante correspondencia tanto con sus editores, como con su mujer cuando mantenían tan sólo un noviazgo, así como con sus hijos. Fueron publicadas por Humphrey Carpenter, biógrafo del humilde filólogo, en colaboración del continuador de la saga Tolkien, su hijo Christopher. De esta selección de más de 300 cartas, me gustaría destacar un par de ellas, en las que nuestro querido escritor manifestó claramente su desacuerdo con la política antisemita mantenida por el estado nazi alemán. Ambas están fechadas el 25 de julio de 1938, poco antes del comienzo de la II Guerra Mundial. En la primera de ellas, Tolkien responde a sus editores tras haberles enviado éstos una carta de la empresa alemana interesada en publicar El Hobbit en aquel país. Al parecer, la editorial alemana, Rütten & Loening, estaba muy interesada en saber si el erudito británico tenía un origen ario. La segunda de las cartas es uno de los dos borradores que J.R.R. Tolkien propuso a sus editores como posibles respuestas a los empresarios alemanes; como sólo se ha conservado la que expongo a continuación, es de suponer que el otro borrador fue el enviado, y que posiblemente aún era más contundente si cabe.

 

25 de julio de 1938
Debo decir que la carta de Rütten y Loening que usted me adjunta es un poco
rígida. ¿Tengo que soportar esta impertinencia porque llevo un apellido alemán, o la
lunática ley que los rige exige un certificado de posesión de un origen «arisch» por
parte de todas las personas de todos los países?
Personalmente,  me  sentiría  inclinado  a  rehusar  una  Bestätigung -confirmación-
(aunque pueda hacerlo en realidad) y demorar la traducción al alemán. De cualquier modo,
objetaría fuertemente que semejante declaración apareciera impresa. No considero
la (probable) ausencia de toda sangre judía como necesariamente honorable; tengo
numerosos amigos  judíos y  lamentaría dar cualquier  fundamento a  la  idea de que
suscribo la doctrina racista, perniciosa y del todo anticientífica.
Usted  es  el  principal  implicado  y  no  puedo  hacer  peligrar  la  oportunidad  de

una publicación alemana sin su aprobación. De modo que le presento dos borrado-
res de posibles respuestas. 

 

 

25 de julio de 1938    20 Northmoor Road, Oxford
Estimados señores:
Gracias por su carta .... Lamento no tener muy en claro a qué se refieren con
arisch. No soy de extracción aria: eso es, indo-iraní; que yo sepa, ninguno de mis
antepasados hablaba  indostano, persa, gitano ni ningún otro dialecto afín. Pero si
debo entender que quieren averiguar si soy de origen judío, sólo puedo responder
que lamento no poder afirmar que no tengo antepasados que pertenezcan a ese do-
tado pueblo. Mi tatarabuelo llegó a Inglaterra desde Alemania en el siglo XVIII; la
mayor parte de mi ascendencia, por tanto, es puramente inglesa, y soy súbdito de

Inglaterra; eso debería bastar. No obstante, me he acostumbrado a considerar mi
apellido alemán con orgullo, y seguí considerándolo así durante todo el período de
la lamentable pasada guerra, durante la cual serví en el ejército inglés. Sin embar-
go, no puedo dejar de comentar que si averiguaciones impertinentes e irrelevantes
de esta especie han de convertirse en la regla en cuestiones relacionadas con la li-
teratura, no está entonces distante el momento  en que  tener un apellido alemán
deje de ser fuente de orgullo.
La averiguación en que se involucran sin duda obedece a  las leyes de vuestro
propio país, pero que éstas deban aplicarse a súbditos de otro Estado no es correc-
to, aun si tuvieran (y no la tienen) la menor relación con los méritos de mi obra o la
conveniencia de su publicación, de  la que parecen estar satisfechos sin  referencia
alguna a mi Abstammung
(ascendencia, genealogía).

Confío en que encontrarán esta respuesta satisfactoria,
atentamente suyo, 
J.R.R. Tolkien.

 

¡Demos gracias a Dios por el tremendo siervo que obsequió a toda la humanidad!

 

Fuentes:

Carpentier, Humphrey (selección); Cartas de J.R.R. Tolkien; Minotauro, Barcelona, 1993.
 

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7 febrero 2012 2 07 /02 /febrero /2012 19:17

      Decía Tertuliano (160 d.C.-220 d.C. aproximadamente) que la sangre de los mártires era semilla de nuevos cristianos. Y no le faltaba ni chispa de razón. Tal vez el número de cristianos no aumente sólo en época martirial, ya que por ejemplo, en los siglos IV y V, tras la legalización (313, Edicto de Milán) y el ascenso como religión oficial (380, Edicto de Tesalónica) del Cristianismo, el número de conversos subió como la espuma, entre otros motivos debido a las ventajas sociales que acarreaba formar parte de la nueva creencia obligatoria del Imperio Romano. Pero qué duda cabe que cuando la fe es puesta a prueba hasta el punto de exigirnos dar testimonio con nuestra sangre, se vuelve mucho más pura y fuerte. En este sentido, es increíble que en un ambiente tan hostil como el de los tres primeros siglos de Cristianismo, los fieles fueran en aumento de una forma considerable; ni los perjuicios que la fe en Nuestro Señor podía acarrear en la vida social o laboral, ni la constante amenaza de muerte fueron suficientes para hacer desaparecer el nuevo culto.

     Con el siglo IV cambió todo. Tal y como brillantemente explica el padre y teólogo José María Iraburu, su legalización y posterior conversión en religión oficial imperial hicieron que el mundo secular dejara de ser enemigo del Cristianismo. Cesaron las persecuciones, y lo que antes constituía un handicap para el ascenso en todos los órdenes sociales, pasó a convertirse en requisito indispensable. Ahora, en un mundo que ha dejado de ser hostil, el peligro de éste es de otro tipo: las tentaciones mundanas a las que tiene que hacer frente el cristiano son mucho mayores: posibilidad de riquezas, de acomodamiento, de fama, de obtención de poder, de sexo... Por tanto, a partir del siglo IV el Cristianismo sufre una pérdida de pureza y vitalidad. Ello fue criticado por autores como San Juan Crisóstomo y San Jerónimo. Ante esta relajación en las costumbres, muchos fervorosos cristianos, conscientes de los nuevos obstáculos que el mundo secular presentaba para poder alcanzar la perfección evangélica, decidieron dejarlo todo y seguir a Jesús, recordando sus palabras, y se apartaron de la vida corriente, marchando al desierto. Hay que destacar aquí a los dos padres del monacato oriental, San Antonio Abad (+355) y San Pacomio (+346). Ya con anterioridad se conocían los casos de ascetas y vírgenes que se apartaban del mundo para vivir más santamente, pero es en el siglo IV, con el nacimiento del monacato, cuando la práctica adopta cotas impresionantes. Por decirlo así, los monjes se convirtieron en los nuevos mártires, en el modelo, para todo el pueblo cristiano, de cómo había que amar a Cristo hasta el extremo.

      Hubo muchos autores cristianos de la época que criticaron esta nueva práctica monacal. El origen de esta opinión tan negativa parece estar en que a la par que muchos abandonaban sus riquezas para escapar de un mundo tan tentador y seguir a Jesús hasta las últimas consecuencias, otros optaron por esta vía por un motivo bien diferente: librarse de la fuerte presión fiscal sufrida en las ciudades; en este último caso, la vocación de dichos monjes dejaba bastante que desear, dedicándose a otros menesteres mucho menos loables. Ésta es por ejemplo la crítica que hace San Jerónimo. Evidentemente, hay que tener claro que muchísimos de los miembros del monacato naciente eran llevados al desierto sintiendo la llamada del Espíritu Santo, al igual que le ocurrió a Cristo cuando marchó al desierto para ser tentado por el Diablo. Mientras, otros autores como San Juan Crisóstomo guradaba una opinión mucho más favorable del monacato, y, frente a todos los que criticaban esta huida del mundo, considerando que también era posible lograr la perfección evangélica en el mundo secular, en las mismas ciudades, él dejaba claro que el mundo se había convertido en un lugar poco apto para alcanzar esas cotas tan altas de pureza cristiana.

      Ya en este punto, hay que recordar el papel que el monacato jugó en la forja de la civilización europea, especialmente gracias a los fundadores del monacato occidental, San Agustín (354-430) y San Benito de Nursia (480-547). Fue en los monasterios donde se conservó todo el saber de la Antigüedad, y fueron ellos los que permitieron el tránsito de personas a lo largo de la Europa occidental. Aquí hay que tener en cuenta también otro aspecto importante: ambos autores (San Benito y San Agustín) considereban necesarios que los monjes se dedicaran, además de a rezar, a ganarse el sustento mediante la labranza directa a través de sus manos. San Bernardo de Claraval (1090-1153), reformador de la Orden del Cister y del monacato en general, llevará estos presupuestos a niveles más evolucionados, formando un monacato mucho más comprometido con el mundo, en el que no se consideraba la actividad de los monjes como una simple huida del mundo, sino que quedaban tan incardinados en la Historia de la humanidad como lo estaba la existencia de un cristiano laico de cualquier ciudad.

       ¡Que Dios siga surtiendo a la humanidad de estos fieles siervos que dejándolo todo, siguen a Cristo hasta el fin del mundo!

 

Fuentes:

Bravo, Gonzalo; Historia del mundo antiguo. Una introducción; Alianza Universal. 

Miret Magdalena, Enrique (prol.); Diccionario de las religiones; k-z; Espasa Calpe, 1998, Madrid.

Benedicto XVI; Spe Salvi; San Pablo, 2007, Madrid.

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2 febrero 2012 4 02 /02 /febrero /2012 18:41

        Esta impotante fiesta, también conocida como Purificación de la Virgen María, o simplemente como Candelaria, cerraba antiguamente el período de la Navidad. Según la ley judía, las mujeres tenían que purificarse cuarenta días después de dar a luz, y se producía también la presentación del recién nacido en el Templo de Jerusalén. Si hacemos las cuentas, después de Nochebuena (entre el 24 y 25 de diciembre), los cuarenta días se cumplen el 2 de febrero.

        La denominación de este día como el de la Candelaria procede del siguiente versículo del Evangelio de Lucas (2, 32): luz para iluminara los gentiles (...), que el autor pone en boca del anciano Simeón cuando Cristo es presentado en el Templo de Jerusalén; existía por ello la costumbre de repartir entre el pueblo cristiano velas (calendas) bendecidas.

        Como decíamos anteriormente, hubo un tiempo en el que el 2 de febrero marcaba el final de las Navidades; aún hoy día, aunque el calendario litúrgico de la Santa Madre Iglesia Católica señale como final del tiempo navideño el domingo siguiente a la Epifanía, con la fiesta del Bautismo del Señor, en algunas zonas de Europa se sigue conservando la costumbre de no quitar el Belén hasta el día de la Presentación de Jesús en el Templo. En la misma Málaga (España), este año la Catedral ha obsequiado un guiño hacia esta vieja tradición, y no ha quitado el Belén expuesto en la misma hasta el 2 de febrero.

       ¡¡Que Cristo ilumine nuestra existencia y la purifique!!

 

Fuentes:

Burgueño, José Manuel; El libro de la Navidad; Luna Books [sin lugar de edición], 2008.

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28 enero 2012 6 28 /01 /enero /2012 16:16

      Hay un aspecto de la Revolución Francesa que llama increíblemente la atención, y que a su vez, si se analiza concienzudamente, resulta muy revelador. ¿Por qué éste período tan lleno de revoluciones que siguió a la Ilustración sólo vio cómo se derribaban monarquías católicas, y no protestantes? Por qué los revolucionarios atacaron a los reinos católicos, y no a los reformados? ¿Es que en los países católicos había más miembros del pueblo llano (o habría que decir también de la burguesía) muriéndose de hambre?

       Sinceramente, creo que la última de las preguntas no es explicación para entender el por qué las revoluciones triunfaron especialmente en los reinos católicos. Para comprender en su justa medida este asunto hay que retrotraerse al mismo germen de la Reforma Protestante, y más concretamente, en la figura de Lutero.

       Dejando a un lado los aspectos dogmáticos y doctrinales, el monje agustino alemán Martín Lutero (1483-1546) fue evolucionando en sus concepciones acerca de cómo debía estructurarse la nueva iglesia dentro del mundo. Al principio, según nos cuenta el padre José María Iraburu, la posición de Lutero era muy cercana a la de otro reformador protestante, Calvino, coetáneo del alemán: la nueva comunidad de auténticos fieles debía impregnar todo el orden secular, cristianizar las diferentes estructuras de la sociedad. Pero las tesis de Lutero poco a poco fueron virando hacia una separación nítida entre fe y mundo, entre Gracia y ley civil. El Evangelio debía regir la intimidad de la persona, su alma, pero no era competencía de éste regular el mundo secular, que debería estar sólo bajo el imperio del derecho y la razón. Como vimos en el artículo Libertad, voluntad e inteligencia, Lutero creía que la razón humana, al igual que el resto del ser humano, permanecía completamente corrompida; por tanto, era mejor para la misma fe no verse mezclada con el mundo de la razón y la ley civil. La Revelación de la Gracia de Dios recogida en los Evangelios nada decía acerca de cómo debía regirse la sociedad, por lo que la fe debía quedar reducida al ámbito privado de la persona, con lo cual, como ya hemos indicado, saldría incluso beneficiada. Si la justificación se obtenía por la fe, y las obras poco tenían que decir, era normal que los luteranos pensaran que el Reino de Dios debía implantarse en el corazón del hombre, pero no necesariamente en la vida práctica.

       Como ya habréis pensado todos vosotros, he aquí el motivo por el que los revolucionarios atacaron fundamentalmente a los reinos católicos. Una iglesia que no se "entrometía" en asuntos de estado, ni en cómo debían ser las relaciones sociales en el ámbito secular, no constituía objetivo alguno para aquéllos que queriendo subvertir el orden establecido, soñaban con tumbar la influencia del Cristianismo en la sociedad. En cambio, una Iglesia fuerte como la Católica, que ejercía un influjo tremendo sobre la sociedad aún a finales del siglo XVIII y principios del XIX (cuando ocurren las principales revoluciones), y que estaba convencida de que el Reino de Cristo debía implantarse en todos los sectores de la sociedad (en el mundo político, en la economía, etc.), constituía un incómodo grano para los que pugnaban por un orden social completamente desvinculado de la religión. Hay que tener en cuenta que el cristiano no debe imponer su fe, claro está, pero no debe dejar de luchar por sembrar el Reino de los Cielos allí donde él se encuentre, en su trabajo, en su ámbito social, entre sus amigos: en fin, en todas las aristas del orden social.

        A mi parecer, estas persecuciones no hicieron más que mostrar que la Iglesia Católica es el auténtico arca que ha guardado fielmente a lo largo de los siglos la Palabra de Dios: Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo (...) -Mt 5, 11-12-.

          

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22 enero 2012 7 22 /01 /enero /2012 19:47

          El Beato Juan Pablo II supo compaginar a lo largo de su extenso pontificado una actividad pastoral y misionera que abarcó tanto las más altas esferas como a los más sencillos y pobres. Respecto a este segundo grupo, baste una pequeña anécdota para explicar su solícita actitud para con ellos. Nos cuenta Miguel Álvarez en su emocionante biografía (El joven que llegó a Papa -hay que tener en cuenta que el autor de la obra acompañó al Papa Wojtila en varios de sus viajes-) sobre Juan Pablo II que el Santo Padre decidió, en acuerdo con la Madre Teresa de Calcuta, establecer un albergue dentro del mismo Vaticano, y al ladito del Aula Pablo VI, lugar en el que se producen las importantes audiencias con las que obsequia el Papa a las más altas personalidades. El 3 de enero de 1988 el Beato Juan Pablo II cenó en dicho albergue con 134 indigentes; tal y como nos relata Álvarez, les dedicó las siguientes palabras:

 

        Quizá algún día Jesús pregunte al Papa: "Tú que has hablado con ministros, presidentes, cardenales y obispos, ¿no has tenido tiempo de encontrarte con los pobres, con los necesitados?" Y entonces, este encuentro resultará más importante que muchos otros.

 

        ¡Qué humanidad la del venerado Beato Juan Pablo II!

 

Fuentes:

Álvarez, Miguel; El joven que llegó a Papa; Casals, Barcelona, 2004.

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13 enero 2012 5 13 /01 /enero /2012 20:50

            Hace mucho tiempo que vengo dándole vueltas a la cabeza acerca de un aspecto concreto de la unidad entre fe y razón que se desarrolló en la Historia del Cristianismo (aunque después los protestantes renegaron de esta unión, al menos así hizo Lutero), y es el de la relación entre libertad, voluntad e intelecto.

            Pero empecemos desde el principio, para que quede la cuestión meridianamente clara:

            Como todos sabemos, el Cristianismo (y ya antes de él otras religiones, especialmente el judaísmo) lleva en su misma esencia el germen de la unión entre fe y razón. La tradición cristiana consiguió realizar una auténtica síntesis entre ciencia -conocimiento- y religión. No es éste tema baladí, ya que sin ir más lejos, tal y como expresó Benedicto XVI, estamos ante una de las causas que explican el rápido triunfo del Cristianismo: el estrecho vínculo que la nueva fe presentaba entre fe, razón, y caridad. Sólo una fe que se presenta como completamente razonable, y que es llevada a la práctica por medio del amor, demostrando su factibilidad, puede llegar al corazón del hombre.

            Esta simbiosis ya la encontramos en el mismo discurso de San Pablo en el Areópago (Hch 17, 22-31), en el que reconoce la capacidad del ser humano de buscar a Dios aún sin conocer la Revelación; eso sí, dejando claro que no es suficiente:

 

22 Pablo, de pie, en medio del Aréopago, dijo: Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, los más religiosos de todos los hombres.

23 En efecto, mientras me paseaba mirando los monumentos sagrados que ustedes tienen, encontré entre otras cosas un altar con esta inscripción: «Al dios desconocido». Ahora, yo vengo a anunciarles eso que ustedes adoran sin conocer.

24 El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él no habita en templos hechos por manos de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra.

25 Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas.

26 El hizo salir de un solo principio a todo el género humano para que habite sobre toda la tierra, y señaló de antemano a cada pueblo sus épocas y sus fronteras,

27 para que ellos busquen a Dios, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. Porque en realidad, él no está lejos de cada uno de nosotros.

28 En efecto, en él vivimos, nos movemos y existimos, como muy bien lo dijeron algunos poetas de ustedes: «Nosotros somos también de su raza».

29 Y si nosotros somos de la raza de Dios, no debemos creer que la divinidad es semejante al oro, la plata o la piedra, trabajados por el arte y el genio del hombre.

30 Pero ha llegado el momento en que Dios, pasando por alto el tiempo de la ignorancia, manda a todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan.

31 Porque él ha establecido un día para juzgar al universo con justicia, por medio de un Hombre que él ha destinado y acreditado delante de todos, haciéndolo resucitar de entre los muertos».

 

            Y es que ciertamente todo hombre guarda en su interior el deseo ferviente de ir más allá, de buscar la Verdad que dé sentido a su vida. Fe y razón se complementan; la fe, el conocimiento que otorga la Revelación de Dios, ayuda a la razón a llegar donde ella por sí sola no puede, mientras que la razón hace más comprensible el mensaje divino, lo asimila y lo ve como claramente coherente.

           Un punto importante en el que la tradición católica ha visto siempre una estrecha relación entre fe y razón, es el referente a la intuición de la existencia de Dios a partir de la observación de las maravillas de la creación; sólo de un Ser completamente trascendente ha podido surgir tanta belleza. Para muestra, un botón:

 

           Reflexionemos, amados, cómo el Señor nos muestra sin cesar la resurrección que tendrá lugar, cuyas primicias nos ha dado en el Señor Jesucristo, resucitándolo de los muertos. Veamos, hermanos, la resurrección realizada según el tiempo. El día y la noche nos hacen patente la resurrección; se duerme la noche, se levanta el día; el día se va, viene la noche. Tomemos (el ejemplo de) los frutos: ¿cómo y de qué manera se realiza la siembra? Salió el sembrador y echó en la tierra cada una de las semillas; algunas, cayendo en la tierra, secas y desnudas, se pudren; después de la descomposición, la magnificencia de la providencia del Señor las resucita y de uan brotan muchas y llevan fruto.

 

           Este texto lo encontramos en la Carta de San Clemente I Papa a los Corintios, de finales del siglo I. Tal vez prodrá parecernos una analogía simplista la que hace entre la Resurrección de Cristo (y la que por tanto viviremos los hombres el último día) y algunos procesos evidentes de la naturaleza, pero no cabe duda de que es una prueba clara del tradicional pensamiento cristiano (aunque también lo encontramos en otras religiones de la Antigüedad, como decía anteriormente) en cuanto a la dirección que nos marca la creación: Dios.

           Constantemente encontramos en la historia del pensamiento cristiano (hasta el siglo XVI, que se reducirá a la Iglesia Católica por culpa de la Reforma protestante, como veremos más adelante) esta fecunda relación entre fe y razón. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que los Padres de la Iglesia llevaron a cabo una auténtica cristianización de la Filosofía Clásica griega y romana. Ahí tenemos el ejemplo de San Justino, considerado por el jesuita Albert Keller como el primer filósofo del Cristianismo, y el cual tras su conversión siguió guardando gran estima hacia la Filosofía.  Este autor del siglo II (murió mártir aproximadamente en el año 165), pensaba firmemente que el Logos, la Razón Creadora, es decir, el mismo Jesucristo, había sembrado semillas (logoi spermatikoi) a lo largo de la Historia, no sólo en los profetas del antiguo Israel, sino también entre los filósofos griegos; así, llegó a afirmar que todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos (2 Apología XIII, 4).

           Hay que tener en cuenta que el Cristianismo de los primeros siglos siempre se encontró más a gusto dialogando con las diferentes escuelas filosóficas (especialmente con los estoicos y platónicos/neoplatónicos) que con la religión pagana, ya que aquéllas eran mucho más respetuosas con el concepto de divinidad que los mitos de ésta. Podríamos citar muchos otros autores de estos primeros tiempos cristianos: Orígenes, San Ambrosio, San Basilio... Pero nos extenderíamos mucho, por lo que nos bastará hacer un pequeño recorrido por la figura de San Agustín (354-430), posiblemente el mayor filósofo de aquéllos pretéritos siglos de la fe cristiana.  Buscador incansable de la Verdad, había engrosado con anterioridad las filas de los maniqueos y entablado relación con el Neoplatonismo, aunque no consiguió la paz interior que tanto ansiaba hasta que de la mano del gran San Ambrosio se bautizó y comprendió que la fe católica presentaba la armonía entre el amor a Cristo y la razón que él tanto deseaba. Se dice del filósofo de Tagaste que fue el cristianizador de la filosofía platónica, y no les falta razón a aquéllos que lo afirman. Aceptó la teoría de las ideas de Platón, pero al contrario de éste, dignificó la creación, y valoró más positivamente de lo que se cree el cuerpo humano (ver el post que titulé Alma y cuerpo). Otra diferencia importante con Platón fue la que concierne a la búsqueda de la verdad, del conocimiento verdadero. Platón creía que el alma tendía siempre a buscar la verdad porque la conocía con anterioridad; Agustín estaba de acuerdo, pero este conocimiento previo no se producía debido a la preexistencia de las almas en el mundo de las ideas, ni a la reencarnación, como argumentaba Platón, sino por otro acontecimiento: el hombre conocía en lo más profundo de su ser a Dios, y sabía que debía buscarlo, porque Él ya estaba con nosotros. De este modo, no dudará al plantearse la cuestión de la siguiente manera en su obra Confesiones¿Dónde, pues, te encontré para poder conocerte? Porque tú no estabas en mi memoria antes de que yo te conociera. ¿En dónde, pues, te hallé para conocerte, sino en ti mismo, que estás sobre mí? Así mismo, a pesar de la alta estima que sentía hacia los neoplatónicos, los criticaba porque habiendo conocido la meta a la que dirigirse, no habían logrado nada en claro. Más concretamente, cristianizó la teoría del neoplatónico Plotino (208-270 d.C.), el cual afirmaba que el conocimiento llegaba a través del sol de lo inteligible, el Único; para el santo obispo de Hipona, éste Sol no era ni más ni menos que Jesucristo, el Verbo hecho carne.

         En definitiva, podemos decir que San Agustín realizó una síntesis del pensamiento greco-latino al servicio de la Revelación que marcaría la reflexión teológico-filosófica de los siglos posteriores. Era tan fuerte su creencia en esta dualidad (siempre reconociendo la supremacía del conocimiento de la fe, claro), que nos legó dos máximas en sus Sermones que bien resumen su visión en este asunto: crede ut intelligas, e intellege ut credas; es decir, cree para comprender, y comprende para creer.

            Esta fértil matrimonio entre razón y Revelación, que tanto bien ha proporcionado al hombre a lo largo de los siglos, llegó a su plenitud con los siglos de la teología escolásica (siglos XII-XIV), especialmente con la gran triada de San Anselmo de Canterbury (1033/1034-1109), San Buenaventura (1217-1274), y Santo Tomás de Aquino (1224/1225-1274). Fueron unos tiempos en que se expresó de manera aún más sublime lo que ya desde los orígenes de la Iglesia se creía firmemente: que la razón dirigía hacia el conocimiento de Dios, y que debía estar al servicio de la fe; que la existencia de Dios era completamente demostrable (recordar las famosas cinco vías de Santo Tomás). Como todos sabemos, el mayor de todos ellos fue Santo Tomás, cuyo discernimiento teológico sigue hoy tan vigente como antaño. Si de San Agustín decíamos que cristianizó a Platón, un tanto de lo mismo podríamos comentar del aquinate en relación a la figura de Aristóteles; en una época en que la tradición del pensamiento clásico griego y romano se hizo aún más presente en el Cristianismo europeo, Santo Tomás consiguió aprovechar todo lo que de positivo había en la obra del sabio biólogo griego. 

             Se podrían comentar tantas cosas de Santo Tomás, que sería imposible abarcarlas con este breve artículo: la lucha que emprendió contra el Averroísmo y sus tesis acerca de la eternidad del mundo y la existencia de una doble verdad, etc. En cuanto a esta teoría de la doble verdad, debemos incidir, ya que es esencial para comprender la postura que adoptó Santo Tomás acerca del binomio fe-razón. Pensaban los averroístas que una cosa era la verdad revelada por Dios, y otra diferente, la verdad a los ojos de la ciencia. Evidentemente, Santo Tomás no aceptó estos principios, y defendió a ultranza que la verdad indicada por la razón y la otorgada por el Creador mediante el don de la fe eran la misma.  Pero vamos a centrarnos en un aspecto concreto de esta relación entre fe y razón en la que Santo Tomás, siguiendo la tradición agustiniana, reforzó la visión cristiana acerca de la libertad. Este tema fue abordado por Benedicto XVI en su famosa y polémica (pero acertadísima) conferencia en la Universidad de Ratisbona.

           Situémonos:

           El intelectualismo agustiniano había defendido que la libertad no dependía sólo de la voluntad, sino también del intelecto. Ello conllevaba que la obra de Dios estaba sujeta no sólo a su voluntad, sino a la razón. Como bien claro dejó San Juan, Cristo era el Logos, que podemos traducir como la Palabra, pero también como la Razón. Por tanto, toda palabra surgida de Dios era un acto libre de su voluntad, pero también estaba sujeta a su intrínseca racionalidad; por decirlo de forma más clara: el Creador nunca podría pedirnos algo que fuera en contra de la razón, de nuestro entendimiento; la propia Palabra de Dios, Cristo, es la Razón creadora. Santo Tomás de Aquino defendió esta visión de San Agustín de forma magistral. Pero en aquellos mismos años se llegó a discutir estas tesis, especialmente con la obra del teólogo franciscano Juan Duns Escoto (1266-1308). El Beato Duns Escoto (que por otra parte fue un gran teólogo, defensor de la Inmaculada Concepción de María, la cual explicó por medio del cocepto de "redención preventiva") era partidario de ver este asunto desde otra perspectiva; una perspectiva volutarista, como se le ha llamado: la libertad sería únicamente cualidad de la voluntad, y no del intelecto, lo cual abría el camino para pensar que Dios podría haber creado el mundo de forma distinta a cómo lo hizo; es decir, que no estaba sujeta la creación a su misma racionalidad intrínseca. Por ello, sólo podríamos conocer la voluntad de Dios, por medio de lo que Él nos había revelado a través de su palabra y mediante la creación; pero Él estaría mucho más elevado que esa voluntad, no estaría ligado a un sentido racional. Así puestos, debíamos obedecer la voluntad de Dios fuera la que fuera, aún siendo completamente irracional, tal y como ocurre en determinadas corrientes del Islam. Eso sí, habrá que decir en defensa del Beato Duns Escoto que no calibró las consecuencias que su afirmación podía provocar. Pero he aquí que aparece a la escena otro teólogo franciscano, Guillermo de Ockham (1285-1349), perteneciente a la corriente nominalista, que negaba que los "universales", los conceptos "genéricos" tuvieran un auténtico significado; por ejemplo, no se podía hablar de la naturaleza humana, sino de la de cada hombre, individualizado: ello significaba, evidentemente, que no existía una ley natural. Los principios morales sólo podían obtenerse de las Escrituras, que estarían basadas en el criterio arbirario del Creador. Con su famos principio de la Navaja, que abogaba por utilizar la explicación más simple en la resolución de los problemas, Ockham abrió una auténtica brecha entre las distintas ramas del conocimientos, y cimentó la dramática división entre fe y razón: ¿por qué mezclar ciencia y fe si la mayoría de los fenómenos podían ser sencillamente explicados? Afortunadamente, y eso es lo que nos interesa, a pesar del daño que terminarían por hacer las tesis de Guillermo de Ockham, se impondría la visión que siempre había mantenido la Iglesia Católica: es decir, la de San Agustín, y sobre todo, Santo Tomás. Cristo era el Logos, la Razón eterna, y su mensaje constituía un discurso completamente racional. Creo sinceramente que la civilización cristiana occidental nunca agradecerá lo suficiente que fuera esta línea la que prevaleciera; así conseguimos alejarnos de la visión excesivamente trascendente del Islam, en la que los preceptos divinos pueden ir por caminos diferentes a los del intelecto.

           La Iglesia seguiría defendiendo siempre esta fértil relación entre la fe y la razón; postura que abandonó, eso sí, el Protestantismo tras su aparición en el siglo XVI. Lutero, que consideraba al hombre como un ser completamente corrompido a causa del pecado original, extendía esta opinión también a la razón humana; de ella dijo la siguiente "lindeza": la razón es la gran meretriz del diablo. Por su esencia y su modo de revelarse es una ramera nociva, una prostituta, la poltrona oficial del diablo, una meretriz corroída por la sarna y por la lepra que ha de ser pisoteada y muerta... Cubridla de estiercol para hacerla más repugnante. Está y debería estar relegada a la parte más sucia de la casa, la letrina.

 

           Excursus: en el Islam hubo también autores que abogaron por una fructífera unión entre fe y razón. Tal es el caso del filósofo nacido bien en Kufa o Basora, llamado al-Kindi (800-870 aprox.), que conjugaba en sus obras tanto elementos aristotélicos como neoplátónicos. Era una época en la que el Imperio Musulman, tras los contactos con la cultura griega y persa, adoptó muchos aspectos de éstas filosofías para realizar una defensa de su religión. Siguiendo con el mismo autor, no vendría mal recordar su defensa respecto a que, a pesar de la superioridad del saber revelado, la razón podía llegar a las misma verdad comunicada por la fe. Hubo más autores, aparte de al-Kindi, que eran partidarios de esta vía. El problema es que otras corrientes dentro del Islam, como la encabezada por el cordobés Ibn Hazm (993-1064), se decantaron por una visión volutarista de la libertad (como la del Beato Duns Scoto), en la que se hablaba de un Alá tan trascendente, que no identificándose con la razón (Dios no es el Logos para ellos), podía obligar al hombre a realizar actos completamente irracionales, si ésa era su intención. Por desgracia, hoy día no son pocos (no diré una mayoría) los que se decantan por esta visión voluntarista. Ojalá el pensamiento de grandes filósofos como al-Kindi termine por imponerse entre el pueblo musulmán.

 

Fuentes:

Berlanga López, José María (trad. y notas); Padres Apostólicos. Tomo I; Apostolado Mariano, Sevilla, 1991.

 

Esparza, José Javier y Esolen, Anthony; Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental; Ciudadela, Madrid, 2009. 

 

Juan Pablo II; Fides et Ratio; San Pablo, Madrid, 1998.

 

Keller, Albert; Teoría General del Conocimiento; Herder, Barcelona, 1988.

 

Ratzinger, Joseph; d'Arcais, Paolo Flores; ¿Dios existe?; Espasa Calpe, Pozuelo de Alarcón (Madrid), 2008.

 

Roldán, Bruno; Tomás de Aquino, en Haciendo memoria. La Historia de cerca, nº. XXXII; Fundación Dalpa para la creación, septiembre de 2010.

 

San Agustín, Confesiones, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 269.

 

Sayés, J.A.; Principios filosóficos del Cristianismo; URL: www.obracultural.org  

 

 

 

 

             

            

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8 enero 2012 7 08 /01 /enero /2012 14:36

       Como decíamos el año pasado con motivo de esta fiesta tan arraigada en el Cristianismo, el Bautismo de Jesucristo era celebrado en un principio el mismo día 6 de enero, junto a la Adoración de los Reyes, a las Bodas de Canáa y a la Navidad. Pero he aquí que una rama de la herejía gnóstica, el Docetismo (-a partir del siglo II d.C., proveniente de la palabra griega dokeo, que vendría a significar aparecer o parecer- que como todos sabemos no veía con buenos ojos la Encarnación, ni creía que Jesucristo, auténtico Dios, pudiera sufrir como nosotros, negando por tanto su verdadera humanidad) en una de sus facciones pensaba que la divinidad en el cuerpo humano de Jesús sólo llegó con el Bautismo en el Jordán a manos de Juan. Por ello, en el siglo IV, la Iglesia creyó conveniente llevar la celebración de la Navidad a otro día, más concretamente al 25 de diciembre; quería la Madre Iglesia de forma sabia reincidir en la divinidad de Jesús desde el momento de su Concepción y Nacimiento: Él mismo era portador del Espíritu desde siempre. Más tarde, el mismo Bautismo se llevó en el calendario a una localización posterior al 6 de enero; estuvo localizado en el último día de la octava de la Epifanía, y posteriormente, ya en el 69, pasó a celebrarse en el domingo siguiente a Reyes -Epifanía-, situación que se mantiene hoy día, marcando el final del período litúrgico de la Navidad.

      Ya hablamos el año anterior del significado teológico que se nos manifiesta a través del Bautismo de Nuestro Señor. ¡Que Cristo nos conceda comprender su misterio de redención, su inmersión en las aguas para cargar con el pecado del ser humano, y su emersión que nos indica el nuevo hombre en el que todos debemos convertirnos, bajo la gracia de Dios y la acción del Espíritu Santo! No necesitaba el Bautismo, y a pesar de ello, quiso simbolizar nuestra muerte al pecado de esa manera tan desbordante de humildad. ¡Cómo gustó al Padre aquél gesto! Lo consideró el momento perfecto para indicar a los hombres que Él era el Ungido, el Mesías, el Cristo, que sobre su Primogénito descansaba el Espíritu Santo (Mt 3, 13-17). ¡Venga sobre nosotros también el Espíritu de Dios!

 

Fuentes:

Bernabé Ubieta, Carmen; El Evangelio de Pedro; en Tragán, Pius-Ramón (ed.); Los evangelios apócrifos. Origen-Carácter-Valor. Actas de las V Jornadas Universitarias de Cultura Humanista en Montserrat. 23-24 de marzo de 2007.; Verbo Divino, Estella (Navarra), 2008.

Burgueño, José Manuel; El libro de la Navidad; Luna Books [sin lugar de edición], 2008.

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