Hace mucho tiempo que vengo dándole vueltas a la cabeza acerca de un aspecto concreto de la unidad entre fe y razón que se desarrolló en la Historia del Cristianismo (aunque después los protestantes renegaron de esta unión, al menos así hizo Lutero), y es el de la relación entre libertad, voluntad e intelecto.
Pero empecemos desde el principio, para que quede la cuestión meridianamente clara:
Como todos sabemos, el Cristianismo (y ya antes de él otras religiones, especialmente el judaísmo) lleva en su misma esencia el germen de la unión entre fe y razón. La tradición cristiana consiguió realizar una auténtica síntesis entre ciencia -conocimiento- y religión. No es éste tema baladí, ya que sin ir más lejos, tal y como expresó Benedicto XVI, estamos ante una de las causas que explican el rápido triunfo del Cristianismo: el estrecho vínculo que la nueva fe presentaba entre fe, razón, y caridad. Sólo una fe que se presenta como completamente razonable, y que es llevada a la práctica por medio del amor, demostrando su factibilidad, puede llegar al corazón del hombre.
Esta simbiosis ya la encontramos en el mismo discurso de San Pablo en el Areópago (Hch 17, 22-31), en el que reconoce la capacidad del ser humano de buscar a Dios aún sin conocer la Revelación; eso sí, dejando claro que no es suficiente:
22 Pablo, de pie, en medio del Aréopago, dijo: Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, los más religiosos de todos los hombres.
23 En efecto, mientras me paseaba mirando los monumentos sagrados que ustedes tienen, encontré entre otras cosas un altar con esta inscripción: «Al dios desconocido». Ahora, yo vengo a anunciarles eso que ustedes adoran sin conocer.
24 El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él no habita en templos hechos por manos de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra.
25 Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas.
26 El hizo salir de un solo principio a todo el género humano para que habite sobre toda la tierra, y señaló de antemano a cada pueblo sus épocas y sus fronteras,
27 para que ellos busquen a Dios, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. Porque en realidad, él no está lejos de cada uno de nosotros.
28 En efecto, en él vivimos, nos movemos y existimos, como muy bien lo dijeron algunos poetas de ustedes: «Nosotros somos también de su raza».
29 Y si nosotros somos de la raza de Dios, no debemos creer que la divinidad es semejante al oro, la plata o la piedra, trabajados por el arte y el genio del hombre.
30 Pero ha llegado el momento en que Dios, pasando por alto el tiempo de la ignorancia, manda a todos los hombres, en todas partes, que se arrepientan.
31 Porque él ha establecido un día para juzgar al universo con justicia, por medio de un Hombre que él ha destinado y acreditado delante de todos, haciéndolo resucitar de entre los muertos».
Y es que ciertamente todo hombre guarda en su interior el deseo ferviente de ir más allá, de buscar la Verdad que dé sentido a su vida. Fe y razón se complementan; la fe, el conocimiento que otorga la Revelación de Dios, ayuda a la razón a llegar donde ella por sí sola no puede, mientras que la razón hace más comprensible el mensaje divino, lo asimila y lo ve como claramente coherente.
Un punto importante en el que la tradición católica ha visto siempre una estrecha relación entre fe y razón, es el referente a la intuición de la existencia de Dios a partir de la observación de las maravillas de la creación; sólo de un Ser completamente trascendente ha podido surgir tanta belleza. Para muestra, un botón:
Reflexionemos, amados, cómo el Señor nos muestra sin cesar la resurrección que tendrá lugar, cuyas primicias nos ha dado en el Señor Jesucristo, resucitándolo de los muertos. Veamos, hermanos, la resurrección realizada según el tiempo. El día y la noche nos hacen patente la resurrección; se duerme la noche, se levanta el día; el día se va, viene la noche. Tomemos (el ejemplo de) los frutos: ¿cómo y de qué manera se realiza la siembra? Salió el sembrador y echó en la tierra cada una de las semillas; algunas, cayendo en la tierra, secas y desnudas, se pudren; después de la descomposición, la magnificencia de la providencia del Señor las resucita y de uan brotan muchas y llevan fruto.
Este texto lo encontramos en la Carta de San Clemente I Papa a los Corintios, de finales del siglo I. Tal vez prodrá parecernos una analogía simplista la que hace entre la Resurrección de Cristo (y la que por tanto viviremos los hombres el último día) y algunos procesos evidentes de la naturaleza, pero no cabe duda de que es una prueba clara del tradicional pensamiento cristiano (aunque también lo encontramos en otras religiones de la Antigüedad, como decía anteriormente) en cuanto a la dirección que nos marca la creación: Dios.
Constantemente encontramos en la historia del pensamiento cristiano (hasta el siglo XVI, que se reducirá a la Iglesia Católica por culpa de la Reforma protestante, como veremos más adelante) esta fecunda relación entre fe y razón. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que los Padres de la Iglesia llevaron a cabo una auténtica cristianización de la Filosofía Clásica griega y romana. Ahí tenemos el ejemplo de San Justino, considerado por el jesuita Albert Keller como el primer filósofo del Cristianismo, y el cual tras su conversión siguió guardando gran estima hacia la Filosofía. Este autor del siglo II (murió mártir aproximadamente en el año 165), pensaba firmemente que el Logos, la Razón Creadora, es decir, el mismo Jesucristo, había sembrado semillas (logoi spermatikoi) a lo largo de la Historia, no sólo en los profetas del antiguo Israel, sino también entre los filósofos griegos; así, llegó a afirmar que todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos (2 Apología XIII, 4).
Hay que tener en cuenta que el Cristianismo de los primeros siglos siempre se encontró más a gusto dialogando con las diferentes escuelas filosóficas (especialmente con los estoicos y platónicos/neoplatónicos) que con la religión pagana, ya que aquéllas eran mucho más respetuosas con el concepto de divinidad que los mitos de ésta. Podríamos citar muchos otros autores de estos primeros tiempos cristianos: Orígenes, San Ambrosio, San Basilio... Pero nos extenderíamos mucho, por lo que nos bastará hacer un pequeño recorrido por la figura de San Agustín (354-430), posiblemente el mayor filósofo de aquéllos pretéritos siglos de la fe cristiana. Buscador incansable de la Verdad, había engrosado con anterioridad las filas de los maniqueos y entablado relación con el Neoplatonismo, aunque no consiguió la paz interior que tanto ansiaba hasta que de la mano del gran San Ambrosio se bautizó y comprendió que la fe católica presentaba la armonía entre el amor a Cristo y la razón que él tanto deseaba. Se dice del filósofo de Tagaste que fue el cristianizador de la filosofía platónica, y no les falta razón a aquéllos que lo afirman. Aceptó la teoría de las ideas de Platón, pero al contrario de éste, dignificó la creación, y valoró más positivamente de lo que se cree el cuerpo humano (ver el post que titulé Alma y cuerpo). Otra diferencia importante con Platón fue la que concierne a la búsqueda de la verdad, del conocimiento verdadero. Platón creía que el alma tendía siempre a buscar la verdad porque la conocía con anterioridad; Agustín estaba de acuerdo, pero este conocimiento previo no se producía debido a la preexistencia de las almas en el mundo de las ideas, ni a la reencarnación, como argumentaba Platón, sino por otro acontecimiento: el hombre conocía en lo más profundo de su ser a Dios, y sabía que debía buscarlo, porque Él ya estaba con nosotros. De este modo, no dudará al plantearse la cuestión de la siguiente manera en su obra Confesiones: ¿Dónde, pues, te encontré para poder conocerte? Porque tú no estabas en mi memoria antes de que yo te conociera. ¿En dónde, pues, te hallé para conocerte, sino en ti mismo, que estás sobre mí? Así mismo, a pesar de la alta estima que sentía hacia los neoplatónicos, los criticaba porque habiendo conocido la meta a la que dirigirse, no habían logrado nada en claro. Más concretamente, cristianizó la teoría del neoplatónico Plotino (208-270 d.C.), el cual afirmaba que el conocimiento llegaba a través del sol de lo inteligible, el Único; para el santo obispo de Hipona, éste Sol no era ni más ni menos que Jesucristo, el Verbo hecho carne.
En definitiva, podemos decir que San Agustín realizó una síntesis del pensamiento greco-latino al servicio de la Revelación que marcaría la reflexión teológico-filosófica de los siglos posteriores. Era tan fuerte su creencia en esta dualidad (siempre reconociendo la supremacía del conocimiento de la fe, claro), que nos legó dos máximas en sus Sermones que bien resumen su visión en este asunto: crede ut intelligas, e intellege ut credas; es decir, cree para comprender, y comprende para creer.
Esta fértil matrimonio entre razón y Revelación, que tanto bien ha proporcionado al hombre a lo largo de los siglos, llegó a su plenitud con los siglos de la teología escolásica (siglos XII-XIV), especialmente con la gran triada de San Anselmo de Canterbury (1033/1034-1109), San Buenaventura (1217-1274), y Santo Tomás de Aquino (1224/1225-1274). Fueron unos tiempos en que se expresó de manera aún más sublime lo que ya desde los orígenes de la Iglesia se creía firmemente: que la razón dirigía hacia el conocimiento de Dios, y que debía estar al servicio de la fe; que la existencia de Dios era completamente demostrable (recordar las famosas cinco vías de Santo Tomás). Como todos sabemos, el mayor de todos ellos fue Santo Tomás, cuyo discernimiento teológico sigue hoy tan vigente como antaño. Si de San Agustín decíamos que cristianizó a Platón, un tanto de lo mismo podríamos comentar del aquinate en relación a la figura de Aristóteles; en una época en que la tradición del pensamiento clásico griego y romano se hizo aún más presente en el Cristianismo europeo, Santo Tomás consiguió aprovechar todo lo que de positivo había en la obra del sabio biólogo griego.
Se podrían comentar tantas cosas de Santo Tomás, que sería imposible abarcarlas con este breve artículo: la lucha que emprendió contra el Averroísmo y sus tesis acerca de la eternidad del mundo y la existencia de una doble verdad, etc. En cuanto a esta teoría de la doble verdad, debemos incidir, ya que es esencial para comprender la postura que adoptó Santo Tomás acerca del binomio fe-razón. Pensaban los averroístas que una cosa era la verdad revelada por Dios, y otra diferente, la verdad a los ojos de la ciencia. Evidentemente, Santo Tomás no aceptó estos principios, y defendió a ultranza que la verdad indicada por la razón y la otorgada por el Creador mediante el don de la fe eran la misma. Pero vamos a centrarnos en un aspecto concreto de esta relación entre fe y razón en la que Santo Tomás, siguiendo la tradición agustiniana, reforzó la visión cristiana acerca de la libertad. Este tema fue abordado por Benedicto XVI en su famosa y polémica (pero acertadísima) conferencia en la Universidad de Ratisbona.
Situémonos:
El intelectualismo agustiniano había defendido que la libertad no dependía sólo de la voluntad, sino también del intelecto. Ello conllevaba que la obra de Dios estaba sujeta no sólo a su voluntad, sino a la razón. Como bien claro dejó San Juan, Cristo era el Logos, que podemos traducir como la Palabra, pero también como la Razón. Por tanto, toda palabra surgida de Dios era un acto libre de su voluntad, pero también estaba sujeta a su intrínseca racionalidad; por decirlo de forma más clara: el Creador nunca podría pedirnos algo que fuera en contra de la razón, de nuestro entendimiento; la propia Palabra de Dios, Cristo, es la Razón creadora. Santo Tomás de Aquino defendió esta visión de San Agustín de forma magistral. Pero en aquellos mismos años se llegó a discutir estas tesis, especialmente con la obra del teólogo franciscano Juan Duns Escoto (1266-1308). El Beato Duns Escoto (que por otra parte fue un gran teólogo, defensor de la Inmaculada Concepción de María, la cual explicó por medio del cocepto de "redención preventiva") era partidario de ver este asunto desde otra perspectiva; una perspectiva volutarista, como se le ha llamado: la libertad sería únicamente cualidad de la voluntad, y no del intelecto, lo cual abría el camino para pensar que Dios podría haber creado el mundo de forma distinta a cómo lo hizo; es decir, que no estaba sujeta la creación a su misma racionalidad intrínseca. Por ello, sólo podríamos conocer la voluntad de Dios, por medio de lo que Él nos había revelado a través de su palabra y mediante la creación; pero Él estaría mucho más elevado que esa voluntad, no estaría ligado a un sentido racional. Así puestos, debíamos obedecer la voluntad de Dios fuera la que fuera, aún siendo completamente irracional, tal y como ocurre en determinadas corrientes del Islam. Eso sí, habrá que decir en defensa del Beato Duns Escoto que no calibró las consecuencias que su afirmación podía provocar. Pero he aquí que aparece a la escena otro teólogo franciscano, Guillermo de Ockham (1285-1349), perteneciente a la corriente nominalista, que negaba que los "universales", los conceptos "genéricos" tuvieran un auténtico significado; por ejemplo, no se podía hablar de la naturaleza humana, sino de la de cada hombre, individualizado: ello significaba, evidentemente, que no existía una ley natural. Los principios morales sólo podían obtenerse de las Escrituras, que estarían basadas en el criterio arbirario del Creador. Con su famos principio de la Navaja, que abogaba por utilizar la explicación más simple en la resolución de los problemas, Ockham abrió una auténtica brecha entre las distintas ramas del conocimientos, y cimentó la dramática división entre fe y razón: ¿por qué mezclar ciencia y fe si la mayoría de los fenómenos podían ser sencillamente explicados? Afortunadamente, y eso es lo que nos interesa, a pesar del daño que terminarían por hacer las tesis de Guillermo de Ockham, se impondría la visión que siempre había mantenido la Iglesia Católica: es decir, la de San Agustín, y sobre todo, Santo Tomás. Cristo era el Logos, la Razón eterna, y su mensaje constituía un discurso completamente racional. Creo sinceramente que la civilización cristiana occidental nunca agradecerá lo suficiente que fuera esta línea la que prevaleciera; así conseguimos alejarnos de la visión excesivamente trascendente del Islam, en la que los preceptos divinos pueden ir por caminos diferentes a los del intelecto.
La Iglesia seguiría defendiendo siempre esta fértil relación entre la fe y la razón; postura que abandonó, eso sí, el Protestantismo tras su aparición en el siglo XVI. Lutero, que consideraba al hombre como un ser completamente corrompido a causa del pecado original, extendía esta opinión también a la razón humana; de ella dijo la siguiente "lindeza": la razón es la gran meretriz del diablo. Por su esencia y su modo de revelarse es una ramera nociva, una prostituta, la poltrona oficial del diablo, una meretriz corroída por la sarna y por la lepra que ha de ser pisoteada y muerta... Cubridla de estiercol para hacerla más repugnante. Está y debería estar relegada a la parte más sucia de la casa, la letrina.
Excursus: en el Islam hubo también autores que abogaron por una fructífera unión entre fe y razón. Tal es el caso del filósofo nacido bien en Kufa o Basora, llamado al-Kindi (800-870 aprox.), que conjugaba en sus obras tanto elementos aristotélicos como neoplátónicos. Era una época en la que el Imperio Musulman, tras los contactos con la cultura griega y persa, adoptó muchos aspectos de éstas filosofías para realizar una defensa de su religión. Siguiendo con el mismo autor, no vendría mal recordar su defensa respecto a que, a pesar de la superioridad del saber revelado, la razón podía llegar a las misma verdad comunicada por la fe. Hubo más autores, aparte de al-Kindi, que eran partidarios de esta vía. El problema es que otras corrientes dentro del Islam, como la encabezada por el cordobés Ibn Hazm (993-1064), se decantaron por una visión volutarista de la libertad (como la del Beato Duns Scoto), en la que se hablaba de un Alá tan trascendente, que no identificándose con la razón (Dios no es el Logos para ellos), podía obligar al hombre a realizar actos completamente irracionales, si ésa era su intención. Por desgracia, hoy día no son pocos (no diré una mayoría) los que se decantan por esta visión voluntarista. Ojalá el pensamiento de grandes filósofos como al-Kindi termine por imponerse entre el pueblo musulmán.
Fuentes:
Berlanga López, José María (trad. y notas); Padres Apostólicos. Tomo I; Apostolado Mariano, Sevilla, 1991.
Esparza, José Javier y Esolen, Anthony; Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental; Ciudadela, Madrid, 2009.
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Keller, Albert; Teoría General del Conocimiento; Herder, Barcelona, 1988.
Ratzinger, Joseph; d'Arcais, Paolo Flores; ¿Dios existe?; Espasa Calpe, Pozuelo de Alarcón (Madrid), 2008.
Roldán, Bruno; Tomás de Aquino, en Haciendo memoria. La Historia de cerca, nº. XXXII; Fundación Dalpa para la creación, septiembre de 2010.
San Agustín, Confesiones, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 269.
Sayés, J.A.; Principios filosóficos del Cristianismo; URL: www.obracultural.org.